Aquellas mañanas de domingo
Una mañana cualquiera, a eso de las tres o las cuatro de la tarde, te despertaba el silencioso estruendo de una terrible jaqueca. Te notabas agarrotado. Los ojos rojos. La boca seca. Ese aquelarre privado entre las sienes que te impedía seguir durmiendo. Echabas un vistazo a tu alrededor y reconocías tu cama. No estabas seguro de si eras tú mismo, pero al menos habías...