A vueltas con el dadaísmo

Tristan Tzara y Lenin jugaban plácidamente al ajedrez en Zurich poco antes de que, cada uno por su lado, emprendiesen sendas revoluciones. Conmemoramos ahora el centenario de la apertura del Cabaret Voltaire: ¿se ha pervertido su legado tanto como el del ruso?

CREO QUE NO había alcanzado la mayoría de edad cuando descubrí por azar el dadaísmo en una librería, gracias a un opúsculo titulado El dada y el surrealismo y escrito por la profesora Dawn Ades. Aquella novedad le cayó como un guante a mi ‘personalidadá’, un brote iconoclasta que, lejos de ser una erupción cutánea adolescente, respondía a un mar de fondo que, aunque hoy amansado, todavía late en las esclusas de mi corazón. El entusiasmo con el que acogí aquel revulsivo me movió a idealizar a los artistas que pululaban en torno al Cabaret Voltaire. Poco después ya me había identificado con tal apasionamiento con aquel movimiento que promoví junto a varios amigos, entre los que recuerdo especialmente a Ignacio Otero Cambeses, la divulgación de nuestras anticreaciones dadaístas en un periódico del instituto. Escribíamos con plena libertad y aquello nos acarreó problemas de censura que hubimos de digerir para evitar una situación embarazosa ante el profesorado. De Zurich a otros escenarios, de unos autores a otros, los vientos me llevaron en brazos de nuevos protagonistas directos o indirectos de aquella convulsión, como es el caso del poeta Guillaume Apollinaire. Edicións Positivas publicó el año pasado su ‘O bestiario ou cortexo de Orfeo’, una traducción al gallego del pianista y escritor Pablo Seoane, responsable también de adaptar el texto para un espectáculo de creación propia al que suma una interpretación libre de la música homónima de Francis Poulenc. Con motivo de su estreno mantuve con Seoane una conversación telefónica en la que rememoramos aquella pasión nuestra por el dadaísmo y lamentamos, en cambio, la desvirtuación que había padecido en posteriores episodios del siglo XX.

La lectura de la obra de otro Seoane, Luis Seoane, titulada ‘George Grosz’ —dedicada al berlinés y publicada en 1975 por Ediciós do Castro— me aguardaba en un rincón desde hacía años. Contaba el bonaerense que el dadaísmo, especialmente el que, a modo de sucursal de la central suiza, se había desarrollado en Alemania, había calado en un grupo de jóvenes inquietos en el Santiago de Compostela previo a la guerra civil. Destaca Seoane en su semblanza de Grosz la madrugada de mayo de 1916 en la que había inventado junto a Johnny Heartfield el fotomontaje, una técnica que abrió nuevos y fecundos cauces de expresión y cuya vigencia es obvia. Por su parte, Mario de Micheli subraya como elementos más significativos del dadaísmo -en ‘Las vanguardias artísticas del siglo XX’- el antidogmatismo, la utilización del escándalo como instrumento de manifestación y la negación del arte. La ruptura, sin embargo, fue una catarsis coyuntural y no un punto final. El antiarte necesita la existencia del arte para poder establecer el juego de la negación, de igual manera que la música atonal necesita la tonalidad como punto de referencia para que su atonalidad sea percibida. No, esa eclosión radical no trajo el vacío, sino que fue abono y puerta de entrada del surrealismo y también toma de conciencia de una nueva forma de comunicación entre artista y receptor: el segundo ya no se ve hoy obligado a decodificar un significado o una belleza inherentes, sino que puede también apreciar la idea, la sorpresa o el impacto como valores.

Con la perspectiva histórica que la fecha de redacción de su homenaje a Grosz le ofrecía, Luis Seoane denominaba como "especie de happening" las manifestaciones de los dadaístas, haciendo hincapié en que ellos habían sido sus precursores. Quizá importe poco retornar al César lo que es del César, pero recuerdo al respecto la tibieza con la que recibí algunas de las páginas que el compositor John Cage nos legó en su ‘Escritos al oído’. Junto a ideas sugerentes convivían otras que eran un calco vacuo y anacrónico de los manifiestos dadaístas. Andy Warhol se ocupó también, y con mayor destrozo, de profanar el impulso dadaísta. Elevar una lata de sopa a la categoría de objeto artístico era del todo redundante, pues ya lo había hecho Marcel Duchamp en 1917 con algo todavía más popular: un urinario. El nefasto resultado de los quince minutos de fama que reclamaba el de Pittsburgh no han hecho hoy más que darle la razón a Schiller: "No es el público quien hace descender el nivel del arte: es el artista quien hace descender el nivel del público".

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