Tour de force

Cuando terminaba —que nunca terminaba—, del culebrón venezolano de la gallega saltábamos a la serpiente multicolor de la primera, donde emitían el Tour...

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HABÍA QUE esperar a que acabase ‘Simplemente María’, la primera telenovela que causó adicción en casa. No habían llegado las privadas y la TVG arrasaba después de comer. Mi padre y yo asistíamos a las desdichas de la inocente María López, que había dejado el campo para irse a la capital. Nada extraño para el televidente medio, cuyos familiares andarían por Montevideo, Ginebra o Barcelona. Ni la veíamos ni la dejábamos ver, desinteresados por la trama, aunque cuando se acercaba el ‘cliffhanger’ —¿pero qué carallo es un ‘cliffhanger’?— nos entraba la curiosidad por saber quién era la novia de José Ignacio, el hijo de María, o por qué Lorena del Villar despreciaba tanto a la protagonista, a la que cada día le iba mejor en la vida, o sea, en los negocios.

Cuando terminaba —que nunca terminaba—, del culebrón venezolano de la gallega saltábamos a la serpiente multicolor de la primera, donde emitían el Tour. A eso de las cuatro de la tarde, el sol entraba disparado por la ventana, como un Manhattanhenge, si bien el Solsticio de Carballo era un poco menos espectacular, creo. Los rayos partían de la parroquia de Sísamo, burlaban los primeros tejados, circulaban por la rúa do Hórreo, —nuestra Calle 42— y se colaban en el comedor, una salita donde casi nunca comíamos, excepto cuando era fiesta. La luz cegaba el televisor, mas allí debían de estar Perico, o Lejarreta, o Fignon, que caía bastante mal. De niño, mi querido Carlos Morillo aprovechó que la Vuelta pasaba por Jerez para ver a Vicente Belda y Pepe Recio, sus ídolos del Kelme. Una vez allí, no se le ocurrió otra cosa que pedirle un autógrafo al francés: «¡Aléjate de mí, enano!», le dijo Fignon al pobre Lillo, que no entendía ni papa de francés.

Alguno dirá: «¡Pues si entra luz, baja las persianas!». Claro, una cosa es que cuente mi vida y otra, que describa mi casa. Para no extenderme, añadiré que por aquellas viejas ventanas se colaba todo el parte, desde el sol hasta el frío. Y que la televisión, una Emerson, ya renqueaba, aunque uno siempre podía echarse sobre la alfombra. El caso era ver de la forma más nítida posible las pedaladas coléricas de Perico, que se desfondaba en las subidas como si sólo faltasen cien metros para la gloria. Arrancadas feroces que te levantaban del sillón y te hacían olvidar que debías abrir la tienda. Perico me gustaba por eso: parecía que quería llegar lo antes posible a la meta para que yo también pudiera abrir la zapatería, cuya apertura se iba demorando en función del número de puertos de montaña que jalonaban la etapa.

Pese a que Lemond era el rey, ningún gran ciclista ganaba por entonces más de dos años seguidos, hasta que llegó Indurain. Siempre me cayó bien, pero nunca me hizo vibrar como Delgado. El segoviano, además de garra, era amigo de Xosé Manuel Eirís. Habían hecho la mili juntos y conservaron la relación hasta que el cantautor falleció a los 37 años. En el homenaje, además del ciclista de Reynolds-Banesto, también estuvo Amancio Prada, que compartía con él la afición por la zanfoña. Supongo que aquella amistad con mi paisano también me unió a Perico, que terminó viendo a su compañero Miguelón convertido en el jefe de filas. Indurain ganó cinco Tours seguidos, un récord de victorias compartido por los tres grandes: Anquetil, Merckx e Hinault. Luego llegó Armstrong y sumó siete.

Indurain era un tipo generoso, nada que ver con el estadounidense, mas dejó por el camino un reguero de grandes ciclistas que no lograron auparse al podio de París: Bugno, Chiappucci, Zülle… Rominger fue práctico y se aplicó en la Vuelta, que ganó tres veces, y en el Giro, donde se impuso un año. A Beloki, Basso y Ullrich les sucedió lo mismo durante la dictadura de Armstrong, aunque el alemán ya se había llevado un Tour antes de su irrupción. En fin, que no tengo ni pajolera idea de ciclismo, si bien es el único deporte de sillón que me hace disfrutar, incluso leyendo. No me canso de recomendar ‘Plomo en los bolsillos’, esa maravilla de Ander Izagirre, apta para todos los públicos. Y todavía tengo pendiente ‘Brindis por el Tour’, de Carlos Arribas. En el fondo, las crónicas ciclísticas encajan tanto en la literatura de viajes como en los libros de superación. Lo de menos, a veces, es la bicicleta.

Ahora, el Tour se lo reparten entre varios. Siempre hay favoritos que, una vez acabada la carrera, no certifican esa condición, pues se pierden en el hoyo de la clasificación. Sin embargo, el verano siguiente vuelven a estar en la quiniela, en la que siempre figura una joven promesa. Pereiro, por ejemplo, ganó un Tour saltándose todas las previsiones, aunque los dos años anteriores había finalizado entre los diez primeros. A veces, algún veterano amenaza con el envite. Caso de Borrell, quien no descarta disputar el liderazgo del PSOE: un ‘jumping the shark’, que dirían los seriéfilos, en toda regla. Porque, si se fijan, la política no dista tanto de ‘Simplemente María’, llena de traiciones y sorpresas, de matrimonios por conveniencia e hijos que venden a su madre por un escaño. Si ayer la política era una película, hoy es una serie, con sus giros inesperados y sus puntos de inflexión, que te obligan a ver el capítulo siguiente para saber cómo acabará la historia —que nunca acaba—. Te pierdes uno y te pierdes todo. O, lo que es lo mismo, nada.

Al menos, antes ganaban los superhombres —lo que resultaba bastante tedioso— y ahora no se sabe quién va a hacerlo —tampoco es para echar cohetes—. Bueno, no se sabía hasta que se cepillaron a Sánchez, el Cipollini de Ferraz. A lo que íbamos: la alternancia en el poder de Indurain y Armstrong dio paso a las victorias de Sastre, Contador, Schleck, Evans, Wiggins, Nibali y Froome, que con sus tres Tour en cuatro años amenaza con instalarse en el podio. Esperemos que no sea así, pese a que Quintana, Yates, Porte o Contador no lo tendrán fácil. Dios nos provea de un nuevo Lejarreta o de un Jalabert, aquel francés que, para entrar triunfante al esprint en Burdeos, comenzaba a atacar en Chantada.

En fin, como esto va de libros, en la estantería reposa uno del ferrolano Enrique Riobóo sobre el Mesías, donde desmiente que sea tal redentor, aunque no sabremos si logrará salvar a la humanidad española (sic) hasta que termine la serie. El otro es de Montero Glez, un escritor que me encanta cuando escribe sobre Camarón, la bomba Orsini, El Nani o Chet Baker. Se titula ‘¡Al cajón! Crónica de un mitin’, y tampoco me lo he leído. Me dan más pereza que una etapa llana sin escapada.

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