Sus primeras novias

Yo adoro a las primeras novias. No a las mías, claro. Las mías fueron un ensayo de prueba y error que siempre daba error. Pero me...

YO ADORO a las primeras novias. No a las mías, claro. Las mías fueron un ensayo de prueba y error que siempre daba error. Pero me fascinaban las de mis amigos, porque, de alguna manera, eran una conquista colectiva y porque también eran lo que entonces me preguntaba si algún día me pasaría a mí. La mayoría se han convertido en recuerdos de hace veinte años, madres que uno se cruza en el parque cuando regresa a casa por Navidad, nombres que pronunciar con cuidado para evitar enrarecer una sobremesa, porque esas primeras historias conservan una presencia intimidante, como una habitación sellada que proyecta una luz desde la cerradura, una existencia previa a las novias que llegaron después, las que trajeron los tiempos de la sensatez. Aquellos compromisos primeros se establecían con el voltaje de un tiempo en el que todo era presente, años sin futuro, en los que prometer no tenía sentido. Quizá por eso, esas historias, cegadoras e incontrolables, se consumieron como cometas al entrar en la atmósfera de la madurez, y esas novias casi nunca se convirtieron en esposas.

"Todo se analizaba minuciosamente y los resultados eran victorias y derrotas compartidas, historias que uno había ayudado a sacar adelante, y contemplaba con los ojos de una matrona"

Puede que el pasado lo embellezca todo, pero aquello no fueron cuentos y tampoco recuerdo hadas. Hubo inocencia, mucha; pero también batallas, estrategias, emboscadas, asaltos, terrenos resbaladizos y frágiles como pistas de hielo, incendios, víctimas y traidores. ¿Cómo se podía sobrellevar que todo tuviese un significado decisivo? La llamada que no llegaba, la butaca elegida en el cine, el viernes que se marchó sin avisar. Todo se analizaba minuciosamente y los resultados eran victorias y derrotas compartidas, historias que uno había ayudado a sacar adelante, y contemplaba con los ojos de una matrona, sentimientos que avanzaban lentamente, sin ni siquiera tener todavía palabras suficientes para llamarlos, y cuando al fin se transformaban en novias, entonces lo sabíamos todo de ellas, sin haber tenido tiempo de cruzar palabra. Sabíamos cuánto había costado, el deseo y la energía en la cuneta, los desvelos y ansiedades que se sienten en la boca del estómago, el miedo a atreverse, el valor de decir, uno había sido testigo y no sólo entendía la felicidad de sus amigos, sino que la felicidad le salpicaba.


Con el sigilo que precede a las catástrofes, llegó el desencanto, y esas relaciones eternas como diamantes quedaron reducidas a piedras en las que no volver a tropezar, lecciones de vida de las que aprender. Los amigos seguían siendo amigos, aunque las vidas se despegaban. Yo descubrí el elemento que no funcionaba en mis test de prueba y error, y conseguía sentarme a jugar con mis propias fichas en la mesa de las primeras historias. Con los años, aparecieron segundas y terceras novias, presentadas en restaurantes, en cenas en las que escuchar la biografía de la relación en formato de dos platos y postre. Yo las miraba, intrigado. No sabía qué habían pensado la primera vez que se habían visto, ni por qué se habían elegido, ni cuánto les había costado llegar a aquella cena y, sin embargo, tenía delante la incontestable felicidad de mis amigos, una felicidad que me llegaba completa, como un logro conseguido en solitario, del que era ajeno, una forma de felicidad nueva, más sólida y privada. Para mí, esas segundas novias nunca fueron novias: siempre fueron esposas.

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