Por la juventud termal

Las beatíficas aguas medicinales brotan por doquier como reclamo turístico. La visita a un balneario, no obstante, puede depararnos vivencias emocionales más complejas e intensas que las que suponemos a una simple puesta a punto de nuestra oxidada maquinaria
Imagen promocional de la película 'La juventud', de Paolo Sorrentino (2015)
photo_camera Imagen promocional de la película 'La juventud', de Paolo Sorrentino (2015)

Hace algunos años, quizá mil, un profesor de dibujo que ejercía en un instituto a orillas del Tambre, cerca de Ramil, se vio superado por un serio aprieto existencial. Había pedido a sus alumnos que dibujasen para un examen cuatro partes del cuerpo humano. Uno de ellos entregó únicamente el dibujo de un ojo, obteniendo sin embargo la máxima calificación. Algunos alumnos que habían suspendido a pesar de haber cumplido con la tarea impuesta protestaron airadamente. El asunto llegó al Ministerio de Educación. El profesor se defendió argumentando que, aunque aquel alumno había empleado el mismo tiempo que sus compañeros en dibujar un solo elemento, la perfección y magnetismo de aquel ojo, de aquella mirada, solo podían merecer el reconocimiento a su excelencia. El disgusto le abocó a abandonar la docencia, de la que se refugió en un balneario. Allí, según contó, se acercó a Dios hasta el punto de tomar la decisión de enfrascarse en una ardua tesis con la que pretendía dilucidar si la manzana del Paraíso había sido Golden o Tabardilla. Esto último es una antigua y estúpida invención que probablemente publique ahora por segunda vez. Tanto da. Quería preguntarme, sin más ambages, si los balnearios son eficaces, aunque el asunto depende, claro está, de qué tipo de mal pretendamos curarnos.

Recientemente me reencontré con Herman Hesse, de quien devoré una antología de cuentos cursando séptimo de EGB. Lo hice leyendo En el balneario. La distancia vital que media entre aquella primera experiencia —casi infantil, pero de la que guardo una viva impresión— y esta última es considerable. Por el camino habían quedado, como dos guijarros hoy cubiertos por verdín, una lectura adolescente de Bajo la rueda y un intento fallido de sumergirme en El juego de los abalorios, tarea que todavía debe esperar. Ahora, tanto tiempo después, puedo cifrar el verdadero valor sentimental que aquellos cuentos precipitaron en el poso de mis entendederas. Mi reencuentro con Hesse ha sido como una estadía más o menos prolongada en un balneario, aunque jamás haya visitado uno. No por ello he dejado de sentir mi piel reblandecida y mi espíritu colonizado por una ociosidad de rituales tan terapéuticos como absurdos, comidas puntuales y copiosas y toneladas de tiempo libre, muy al estilo del sanatorio en el que Hans Castorp estancó su vida en las páginas de La montaña mágica de Thomas Mann. Más enojoso me resultaría vestirme de gala para acompañar a los personajes de Humo de Ivan Turguenev o gastar mis cuartos y mi decoro en la ruleta que fue la perdición del protagonista de El jugador, novela que Dostoyevski dictó en veintiséis días a su prometida Anna Grigorjevna Snitkina. Cuánta ardiente pasión imagino entre cuartilla y cuartilla.

Un cruce entre el galante Baden y el ambiente de alta montaña de la novela de Mann es el escogido por Paolo Sorrentino para su película La juventud. En su heterogénea banda sonora destaca por su reiteración una versión —deslucida— de Onward, composición del prematuramente desaparecido Chris Squire. Se trata de uno de esos músicos que jamás tuvieron —ni tendrán— predicamento por latitudes cuya escasa educación musical ahogó definitivamente la ridícula consagración de la movida de los ochenta como canon de audacia y creatividad. Aunque solo fuese por haber sido el responsable de que los conciertos de su banda se abriesen con una audición de un fragmento de El pájaro de fuego, su aportación al género humano ya merece cien mil veces mayor reconocimiento que los torpes y malparidos dibujos de aquellos fantoches de la movida, quienes todavía se preguntan hoy cuáles son las partes del cuerpo humano. Recuerdo haber escogido la última fila para ver la película de Sorrentino. Unos adolescentes se sentaron a dos butacas de mis tristes posaderas. Al acabar la proyección salieron apresuradamente. Habían dejado por el suelo un rastro hanselgreteliano de palomitas. El cubo que las contenía, los vasos de plástico y sus correspondientes pajitas yacían sobre las butacas a modo de estercolero. A la salida me crucé con una enigmática y bella joven que misteriosamente me aguantó la mirada, pero que nunca volveré a ver. Hoy me pregunto si, cuando relea aquellos maravillosos cuentos de Hesse, sabré por fin si todavía puedo presumir de juventud.

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