Pontevedra, 1857. A punto de ser juzgado un traficante de grasa humana

De sacamantecas y destripadores están surtidas las leyendas y las historias gallegas. Romasanta, el hombrelobo de Allariz, es la expresión máxima de tal especialidad delincuente. Pero el 3 de julio de 1857 estaba pendiente de ser juzgado por la Audiencia de Pontevedra un hombre que quiso vender a “un hombre atontado” –es de imaginar, a una persona de pocas luces–, con el fin de extraerle el unto en una operación económica por la que el encausado cobrará 800 reales en el caso de completarse
Los crímenes de Joseph Vacher en cantares de ciego
photo_camera Los crímenes de Joseph Vacher en cantares de ciego

1857. PONTEVEDRA. De sacamantecas y destripadores están surtidas las leyendas y las historias gallegas. El hombrelobo de Allariz, el hoy famoso y reconocible Manuel Blanco Romasanta, es la expresión máxima de tal especialidad delincuente, pero a pocos individuos más se les puede señalar con el dedo como prácticos en esas especialidades, si hacemos excepción de don Custodio y la Pepona que Emilia Pardo Bazán narra en su cuento largo, o novela corta, titulado Un destripador de antaño, publicado años antes que su artículo sobre el propio Romasanta, Recuerdos de un destripador.

Este último trabajo le viene a la cabeza después de leer en la prensa las andanzas de otro asesino francés del mismo corte, el pastor de vacas lionés Joseph Vacher, convicto y confeso de haberse llevado por delante en Belley (dep. Ain) y sus alrededores al menos a veinte personas, muchas de ellas pastores; hombres, mujeres y niños a los que sorprende en sus trabajos ganaderos y que se van al otro mundo con la imagen de Joseph clavada en sus retinas.

Vacher –gran apellido para un pastor, pues significa "vaquero"–, pasaporta a jóvenes como él –28 años–, a niños, a mozas de 13 años en adelante y a mujeres de edad más avanzada. No solo las mata, sino que se entretiene en revolverles las vísceras, degollarlas, cortarles los pechos, violarlas, arrancarles los riñones o practicarles otras "horribles mutilaciones" que los cronistas se ahorran describir para no causar los mismos efectos entre sus lectores más sensibles, aunque son fáciles de imaginar.

Vacher declarará años más tarde: "Yo no busco a mis víctimas. ¡Peor para ellas si se me ponen delante, porque entonces una nube roja me enturbia los ojos, siento necesidad de matar, y cuando lo he hecho, me quedo tan descansado y experimento una satisfacción grande".

Hijo de unos labradores acomodados, Vacher recibe educación en el colegio Marista de Saint-GenisLaval hasta los 18 años. Cumple brillantemente con el Ejército y llega a ser sargento, pero cuando regresa a la vida civil, a punto de contraer matrimonio con su novia de toda la vida, la mujer lo abandona para casarse con otro. Vacher le dispara cuatro tiros, pero no la mata. Luego se dispara dos en la cabeza y tampoco muere, aunque da síntomas de enajenación mental, por lo que es recluido en un manicomio, del que sale supuestamente curado. Entonces es cuando comienza su carrera delictiva, preso, según los galenos, de una monomanía erótica necrófila, sumada a la creencia de que ha sido puesto en este mundo para fabricar, por así decirlo, mártires.

Esta versión sobre el origen de la maldad de Vacher convive con otra que habla de un episodio rabioso ocasionado por un perro con esa enfermedad que le habría mordido a los nueve años, complicada luego con un proceso sifilítico muy grave del que le quedan secuelas.

Ambas parecen incompatibles. Vacher y el Sacamantecas Juan Díaz de Garayo son objeto de un estudio comparativo de Benito Mariano Andrade. La historia de Joseph Vacher prende en doña Emilia, como no podía ser de otra forma, y les cuenta a sus seguidores los pasos de Romasanta, para que vean que no hace falta irse a Francia, ni al barrio de Whitechapel londinese, para encontrar monstruosos representantes del crimen más abyecto y deshumanizado, si es que alguno no lo es.

En el primero de los casos, doña Emilia sitúa la acción en una inexistente parroquia de Tornelos de Santa Minia, situada entre el norte de Pontevedra y el sur coruñés, pues por allí se habla, por ejemplo, del posadero de Silleda y del cura de Morlán; se va a Santiago y la protagonista acaba ajusticiada en A Coruña. "Por lo pronto, la existencia, no de uno, sino de varios destripadores, en mi tierra y desde principios a mediados del siglo, demuestra que esos monstruos no son frutos podridos y envenenados de una civilización extrema, como por ahí se dice y repite, sino, al contrario, casos de regresión al fiero instinto natural, que pueden darse, y acaso se dan con más frecuencia, en regiones atrasadas", escribe Pardo Bazán. Un detalle singulariza a Romasanta respecto a Vacher. Si éste parece una clara consecuencia de una alteración mental, la perversión del gallego no le impide obtener una rentabilidad económica, ya que el unto de sus víctimas, supuestamente deseado para prácticas mágicas y de curanderismo, tiene un destino comercial en Portugal.

En determinado momento, en el cuento dos comadres se preguntan cómo se las arreglará el personaje de don Custodio para tener tanto dinero, pues ha comprado muchas tierras y anda ya por los dos mil ferrados de trigo de renta, a lo que la interrogada responde: "¡Ay, mi comadre! ¿Y cómo quiere que no gane cuartos ese hombre que cura todos los males que el Señor inventó?". La mujer pone como ejemplo el cura de Morlán, "cinco años llevaba en la cama, baldado, imposibilitado..., y de repente, un día se levanta bueno, andando como usted y como yo. Pues, ¿qué fue? La untura que le dieron en los cuadriles, y que le costó media onza en casa de Don Custodio. ¿Y el tío Glorio, el posadero de Silleda? Esa fue misma cosa milagrosa. Ya le tenían puestos los santos óleos y traerle un agua blanca de Don Custodio.... y como si resucitase".


Se dice que su intención era vender a “un hombre atontado” –es de imaginar, a una persona de pocas luces–, con el fin de extrarle el unto


Cosas que hace Dios. No, cosas que hace el diablo, pues "estos remedios tan milagrosos, que resucitan a los difuntos, hácelos Don Custodio con unto de moza...". De moza soltera que esté en sazón de poder casar, escribe doña Emilia. "Con un cuchillo les saca las mantecas, y va y las derrite, y prepara los medicamentos. Dos criadas mozas tuvo, y ninguna se sabe qué fue de ellas, sino que como si la tierra se las tragase, que desaparecieron y nadie las volvió a ver. Dice que ninguna persona humana ha entrado en la trasbotica: que allí tiene una trapela y que la muchacha que entra y pone el pie en la trapela..., plás, cae en un pozo muy hondo, muy hondísimo, que no se puede medir la perfundidad que tiene.... y allí el boticario le arranca el unto".

"¿Y para eso solo sirve el unto de las mozas? Solo. Las viejas no valemos ni para que nos saquen el unto siquiera".

A esta pléyade de torvos personajes viene a unirse otro que radica en Pontevedra y del que hemos de reconocer que nos faltan muy principales referencias. Sabemos, eso sí, que el 3 de julio de 1857 está pendiente de ser juzgado por la Audiencia de esta capital sin que se determine con exactitud el delito cometido. Se dice que su intención era vender a “un hombre atontado” –es de imaginar, a una persona de pocas luces–, con el fin de extrarle el unto en una operación económica por la que el encausado cobrará 800 reales en el caso de completarse. Esos escasos datos inducen a pensar que podríamos estar ante un red organizada para proporcionar grasa humana a compradores que la requieren, pero por desgracia hoy solo podemos apuntar la posibilidad en una investigación de la que caben esperar sustanciosos y espeluznantes resultados.

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