Palermo

LE LEÍ HACE años a alguien que había pocas imágenes más inmerecidas que la de glamour que rodea, por obra y gracia de Hollywood, a la Mafia. Desaparecía y era inmediatamente sustituida por la brutalidad más cruel en cuanto uno se acercaba y veía que las ofertas imposibles de rechazar se les hacen, por ejemplo, a limpiadoras demasiado preocupadas por sus derechos, y que en lugar de purasangres utilizan hijas pequeñas. Hace un par de meses, en estas páginas, Javier Nogueira comentaba algo parecido en su artículo ‘Cousas nosas’.

Fue tranquilizador llegar a Palermo pensando en mafiosos y encontrarme la primera noche, al entrar a cenar en un restaurante —un italiano, creo recordar—, a una amiga mía española de la que no sabía nada desde hacía años. Aquello cambió radicalmente mi visita. Y eso que nos limitamos a ver la isla.

La ciudad tenía partes preciosas. Preciosas como uno se imaginaría: una mezcla de palacios renacentistas y ropa tendida, de motorinos y viejas de negro. Y, como presencia más sugerente, las ruinas del palacio Lampedusa, donde vivió el mismo Giuseppe Tomasi. ‘El Gatopardo’ tiene el mérito, entre otros, de haberle puesto nombre a ese fenómeno universal y parece que imperecedero que es el gatopardismo, consistente en cambiarlo todo para que todo siga igual.

Los alrededores, además de bonitos y mediterráneos, eran una lección de historia. Lo que yo ignoraba era que las referencias normandas fuesen tan numerosas. Hasta allí llegaron los hombres del norte y se quedaron a disfrutar del clima. Como ahora. Una de sus joyas es la catedral de Monreale, donde vimos una consagración de sacerdotes: estaban tumbados boca abajo en el suelo ante el altar, con los brazos en cruz, y sus hábitos blancos reflejaban el dorado de los mosaicos de inspiración bizantina que cubrían por completo paredes y techos. Después, campos, plantaciones de naranjos y limoneros, olivos, comida magnífica en cualquier sitio y pueblos pintorescos donde supongo que no sería recomendable curiosear. Lo cierto es que había ido esperando poco y me fui encantado de Sicilia.

No obstante, una última visita a una iglesia en la parte vieja me dejó una escena tópica como despedida: una boda, con una novia morena y guapísima que, aparentemente cohibida, era besada, colocada y advertida en voz baja por una corte de señoras, mientras hombres de traje, engominados y con las chaquetas abiertas se daban muy serios besos y palmadas en la cara. Y yo, de pie en mitad de las escaleras, tratando de que no supiesen si subía o bajaba, buscaba con la mirada un refugio para cuando empezase el tiroteo.

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