Mi último verano en el armario

Aquel verano de 1997 tuvo capítulos de tragedia griega, pero, como los grandes dramas, también escenas cómicas

PASÁBAMOS el verano en la casa de la Derrasa, y, después de comer, salimos a dar un paseo para no inquietar a mis hermanos. Quise que mis padres lo supiesen desde el principio. Llevaban semanas preocupados por mi estado de ansiedad, y les dije que necesitaba hablar con ellos. Mi madre se esforzaba por no aparecer atacada, y mi padre me miraba en silencio, esperando la confesión de alguna maldad. Con la tendencia de mi familia al tremendismo, a saber qué pasaba por sus cabezas. Había ensayado tanto aquella conversación que me llevó tiempo llegar al titular. Todos esos rodeos y el cuidado eligiendo las palabras hicieron que mi madre se desesperase y sufriese un mareo que casi la tumba. Mis planes de conseguir que aquello discurriese de manera sosegada se fueron al traste y la conversación terminó en el centro de salud de Juan XXIII, con mi madre explicándole a un médico de guardia como la noticia de que a su hijo le gustaban los chicos le había cortado la digestión.

Aquel verano de 1997 tuvo capítulos de tragedia griega, pero, como los grandes dramas, también escenas cómicas. Recibí decenas de consejos, y no tengo duda de que, detrás de ellos se encontraban las mejores intenciones, sin embargo, también una cierta imprudencia. Con tono de confesión, la madre de un amigo me comentó que el mundo estaba lleno de gente reputada de los que nadie sospechaba lo suyo —que realmente era lo mío— y que todo era cuestión de llevarlo con discreción y así conseguiría llegar tan alto como quisiese. Aquella mujer, que realmente me apreciaba, sólo buscaba animarme, sin darse cuenta de que sus palabras me invitaban a entrar de nuevo en un lugar del que me esforzaba en salir. Por suerte, no fue lo habitual y las reacciones más frecuentes se parecieron más a la de otra madre, la de mi amigo Alberto. En cuanto me vio, aquella corpulenta mujer me estrujo sin mediar palabra y me estampó dos besos explosivos. Al parecer, le daba una pena terrible que no pudiese tener hijos. No se imaginaba que, a los 21 años y, con el panorama que se me venía encima, la última de mis preocupaciones era no tener útero al que agarrarme.

De todo lo que escuché aquellos meses una frase se me ha quedado grabada. Ocurrió durante una cena en la que un amigo me presentaba a su nueva novia. La chica, esforzándose en resultar simpática, se pasó un buen rato asegurando que ser gay era fantástico, y que ella jamás había tenido nada en contra de este colectivo. ¡Colectivo! ¡La de palabras nuevas que se incorporaron a mi vida ese verano! Como cierre para su monólogo me miró a los ojos y, en una demostración de afecto, me dijo: Además, Nacho, tú eres un gay como dios manda. Al momento, entendí que los gays que dios mandaba eran muy probablemente aquellos que nos cuidábamos mucho de no parecerlo.

Con mi tendencia al melodrama, lo mío se convirtió en el monotema del verano, mis amigos me llamaban si algún gay salía por televisión, o me proponían presentarme a un compañero de su clase que tenía en Almería un primo ‘igual que yo’, como si fuésemos los dos últimos osos panda sobre la tierra. Por si fuese poco, mis padres quisieron asegurarse de que todo aquello no era fruto de mi imaginación y pensaron que quizá un sexólogo sería de ayuda para devolverme al lado adecuado de la acera, y así fue como conocí a Lucrecia.

Al entrar en su consulta y escuchar el motivo de la visita, aquella buena mujer me miró con cara de compasión, y me mandó directamente a la sala de espera, mientras reservaba la terapia para mis padres. A la media hora les vi salir con gesto compungido, y un montón de libros debajo del brazo. Hojeándolos en casa entendí su cara de preocupación, todas aquellas historias empezaban con párrafos como: Cuando sus padres encontraron a Ken ahorcado en el granero, ya era tarde para reaccionar. Supongo que, en aquellos meses, desaproveché la ocasión de pedir a mis padres cualquier cosa, tantas eran sus ganas de verme feliz, que me hubieran consentido los caprichos más disparatados.

Cuando creía que lo peor había pasado, mis amigos se empeñaron en ayudar. Por difícil de creer que resulte, nadie conocía entonces a demasiadas personas gays, y se propusieron acabar con aquello. Como primer paso, decidieron que se debía acabar el monopolio hetero de las noches y, empezaron a sacarme de copas por bares de ambiente. Una vez allí, se acodaban en la barra y decidían a quien presentarme, como si fuese la sobrina soltera de la familia. Que haya logrado sobrevivir a aquello es la prueba científica de que nadie puede morir de vergüenza, por sonrojante que resulten las experiencias a las que se enfrente.

Agotado de secretos, aquel verano me lancé a una carrera frenética de cafés y conversaciones, intentando explicar a amigos y familiares lo que estaba viviendo. Creía que, cuanto antes lo supiese todo el mundo, antes sería capaz de recuperar la normalidad y dejar todo atrás. Aquello resultó una experiencia emocionalmente agotadora, y, en muchos aspectos, frustrante. Vivía con la sensación de deberle al resto del mundo una justificación, como si fuese mi responsabilidad ayudarles a entender y me arriesgase a cargar con las consecuencias si no lo conseguía. Tardé en descubrir que no era la manera, y me costó aún más convencerme de que no debía a nadie ninguna explicación.

En realidad, nada fue tan difícil, ni tampoco tan sencillo. Lo viví con la intensidad del que ve moverse bajo sus pies su apacible vida de chico de provincias, y con la incertidumbre de sentirse distinto a una edad en la que no conseguir las zapatillas de moda era motivo de exclusión. Hoy me sonrojo cuando lo escribo con este tono de testimonio de superación, como si hubiese escapado de una lapidación segura. Con los años he visto que este tipo de escenas forman parte de la biografía de muchos amigos, con los mismos ingredientes de vencer el miedo, de sentimientos de vergüenza y culpabilidad, y que todo lo que esta historia tiene de especial lo tiene únicamente para mí. Hubo errores y algunas cosas tristes, pero sobre todo mucho cariño, y hoy sonrío cuando imagino qué habría pensado si ese verano alguien me hubiese propuesto contarlo todo en un periódico.

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