Mi primer gafapasta

"Podíamos discutir horas por una coma y llegábamos a telefonear a otros para que se posicionasen"

FUE MI JEFE y mi primer gafapasta. Entonces, ni siquiera conocía la palabra. Usaba libretas grandes de tapa dura y bolígrafos metálicos de colores. Quizá fuese cosa de su novia, que coleccionaba Swatch. Había querido ser director de cine, pero supongo que todos hemos querido ser directores de cine, así que trabajaba en un periódico viejo de una ciudad aún más vieja. Cuando llegué, todavía salía a ruedas de prensa, aunque la mayor parte del tiempo lo pasaba al teléfono. Sus minutos libres entre llamadas eran tan escasos que, cuando iba al baño, dejaba la puerta entreabierta y daba indicaciones a voces. A mí me desquiciaba tener que esperar a que colgase para saber qué hacer, así que le compré una pizarra para organizar la sección mientras hablaba. No funcionó.

Al principio, no le caía bien. Con el tiempo supe que yo había llegado con la etiqueta de ‘seleccionado’ por alguien a quien no consideraban precisamente un genio y temían que causase destrozos. Eran días largos en los que salíamos tarde y teníamos tiempo de conocernos, así que las cosas se arreglaron pronto. Nadie me ha hecho nunca reescribir tanto los textos. Podíamos discutir horas por una coma, y llegábamos a telefonear a otros para que se posicionasen. «Tienes que elegir, ¿con coma, sin coma?». Y todo sucedía ante la mirada atónita de la parte práctica de la delegación, desesperados, viendo las páginas en blanco mientras nos perdíamos en polémicas gramaticales. Me enseñó a limpiar los textos, a eliminar lo que sobraba, a buscar la claridad y enderezar las frases hasta que fuese más difícil no entender que entender. Él y su rotulador, encontrando siempre algo que mejorar.

Me gustaban los primeros años, cuando aún no sabía lo que se debía saber para cubrir las cosas serias. Y esas cosas eran las que afectaban a cualquiera con un jefe de prensa que pudiese protestar. Así que me encargaba reportajes. A mí me encantaba estar todo el día fuera con el fotógrafo. Era un periódico pequeño y no eran grandes historias, pero para mí fueron las más grandes. Me hacía sentir que aquello era lo que se leía y no los anuncios de nuevas autovías que se podían encontrar en todos los periódicos.

Quizá no era un gran jefe, pero era un buen periodista y no tengo claro que los buenos periodistas puedan ser grandes jefes, aunque a menudo ocurre que los premios llegan en forma de despacho y en los despachos nunca se escriben historias interesantes. Aquellos días se acabaron pronto. A él se lo llevaron a dirigir periódicos, primero uno, luego varios. A mí me cambiaron los reportajes por las cosas serias y acabé escapándome de la redacción, buscando un sitio lejos donde averiguar en qué me había equivocado. Cuatro años después regresé sin conclusiones y me llamó. Quería que me sumase a un proyecto nuevo. Le escuché atento, con nervios. Aquello quedaba demasiado lejos y sonaba demasiado mal, pero le pedí tiempo y estuve cerca, realmente cerca. Ahora tengo un horario, ceno con mi Lama y a veces voy al gimnasio, pero también echo de menos lo que quería ser entonces, que no sé muy bien qué era, pero tenía que ver con esas discusiones sobre las comas y con espiar a los que desayunaban a mi lado en el bar para ver en qué página se habían detenido.

Comentarios