Los rastros de la barbarie

Latas, botellas, zapatos, gafas, campos de concentración y trincheras sirven para trazar el día a día de la Guerra Civil
El arqueólogo pontevedrés Alfredo González.
photo_camera El arqueólogo pontevedrés Alfredo González.

Fábricas de conservas de Muros, Cedeira y Rianxo se reconvirtieron en improvisados campos de concentración franquistas, al igual que escuelas, monasterios, seminarios y plazas de toros. Otros fueron construidos expresamente, como el de Castuera (Badajoz). En este lugar estuvieron confinadas 30.000 personas entre abril del año 1939 y marzo de 1940.

Tenía en torno a seis hectáreas de superficie, en la que estaban asentados 84 barracones, cuatro de los cuales eran de castigo, con una plaza central. Su perímetro estaba delimitado por zanjas de entre 20 y 50 centímetros de profundidad y alambradas de espino de 1,70 metros de alto.

Cada barracón tenía 70 metros cuadrados y en ellos se hacinaban 70 presos. Eran de madera forrada con chapa y techos de uralita: frío intenso durante el invierno y calor abrasador en verano.

El hallazgo de cientos de latas de conserva certifica que sardinas y atún, además de pan, eran los alimentos de los prisioneros, cuya dieta se enriquecía con las tortillas, potajes y guisos que les traían sus familiares. Vacunas contra la tuberculosis y el tifus, yodo, morfina y tratamientos antidiarreicos fueron hallados en este lugar.

Lavaban la ropa en una pequeña poza. Las letrinas eran dos zanjas paralelas, de 100 metros de longitud, situadas en el lugar más visible del campo de concentración. Su ubicación perseguía un objetivo: la humillación.

Los soldados que los vigilaban usaban fusiles Máuser 9 milímetros. Los prisioneros convirtieron en punzones y llaveros algunas vainas. Otros jugaban al dominó, escribían y hacían manualidades.

Estas conclusiones no son el fruto de la recopilación de testimonios, sino de un metódico trabajo realizado por un equipo de arqueólogos dirigido por Alfredo González Ruibal, de Soutelo de Montes (Forcarei), que figuran en un libro titulado ‘Volver a las trincheras’ (Alianza Editorial).

Su labor también abarcó los campos de trabajos forzados, como el de Bustarviejo (Madrid), que fue utilizado entre 1944 y 1952, donde descubrieron medio centenar de chozas, de reducidas dimensiones y techumbres de paja, habitadas por los familiares de los presos.

"Unha das cousas que máis me gustou desde traballo foi o descubrimento das aldeas dos familiares porque era un tema do que, practicamente, non se sabía nada nin aparece na documentación oficial", expone González.

Su equipo también siguió el itinerario de las trincheras, y las excavaciones realizadas pusieron de relieve un dato: mientras que durante la I Guerra Mundial fueron construidos 800 kilómetros, en la España su longitud se aproximó a 1.800, una cifra que se duplica teniendo en cuenta que cada contendiente contaba con su propio corredor de protección.

"Na guerra tamén se pegan tiros, pero millóns de personas adicaron o 90% do tempo a construír trincheiras, fortificacións, zonas de abrigo e fortíns", precisa.

En estos lugares permanecieron durante largo tiempo los soldados, que trataron de crear las mejores condiciones de vida reutilizando muebles, somieres, colchones o radiadores, que usaron para cubrir el suelo encharcado que se convertía en un criadero de enfermedades, como sucedió en el de la Ciudad Universitaria de Madrid.

BASURA. Gestionar la basura era un factor de primera importancia en la guerra, porque cuando se concentra una gran cantidad de personas, en unas condiciones penosas, las enfermedades son más mortíferas que las balas del enemigo. "Estamos afeitos a ter un servizo de recollida de lixo, pero imaxinemos un millón de soldados producindo toneladas de residuos que non desaparecen, como botellas ou latas", plantea.

La basura también fue un recurso usado por los franquistas, haciendo que los presos viviesen rodeados de montañas de detritus en los campos de concentración. "Así quixeron convertelos en lugares abyectos", subraya González.

En El Saso, una meseta situada a dos kilómetros de Belchite (Zaragoza), el trabajo de los arqueólogos permitió descubrir una batalla casi olvidada o que no existió, según los franquistas.

Las excavaciones hicieron aflorar gran cantidad de material bélico en este lugar. "La posición sufrió un bombardeo con disparos explosivos y metralleros, y morteros de espiga y de 81mm. Un impacto certero en uno de los pilares de la paridera (convertida en un refugio) hundió la techumbre", apunta Alfredo González en su libro. Allí encontraron restos de hogueras, encendidas para calentarse y preparar guisos de oveja. También se alimentaron con congrio, que los marineros gallegos intercambiaban por esparto.

El frío se combatía con bebidas alcohólicas. Las botellas halladas indican que los franquistas consumían jerez, procedente de una región dominada por los sublevados desde el inicio de la guerra, y los republicanos bebían coñac, elaborado en comarcas de Castilla La Mancha que permanecían bajo el control del Gobierno.

Cómo murieron algunos protagonistas de la Guerra Civil también es posible saberlo gracias a este trabajo. En un lugar de Ciempozuelos (Madrid), llamado Buzanca, a un soldado de 20 años lo mató una bala que le atravesó el cráneo de delante hacia atrás. "Es la demostración de que no estaba huyendo, sino en su puesto, de cara al enemigo", expone en su libro. La mano de otro sujeta un cartucho: "un ritual de combatientes para indicar que cayó luchando", agrega.

"Cando están ben conservados os contextos dos campos de batalla, realmente é posible reconstruír eventos moi específicos cun alto grado de resolución. En moitos casos, é a única fonte que temos para contar determinados episodios, como o caso da ofensiva do Alto de Tajuña. É un traballo detectivesco e arqueolóxico, máis que de arquivo", explica.

Otra conclusión de este trabajo es que un país subdesarrollado se convirtió en el campo experimental de las armas más modernas. La variedad es amplia porque los republicanos tienen que conseguirlas a través del contrabando hasta que se las suministró la Unión Soviética, en 1937. El bando franquista contó desde el primer momento con las que llegaban desde la Alemania nazi, además de usar un fusil español, el Máuser.

La globalización era una realidad entonces: en las trincheras de Guadalajara hallaron armamento idéntico al que Alfredo González había encontrado en las excavaciones que realizó en Etiopía. Es de fabricación italiana y fue usado durante la invasión del país africano por el ejército transalpino en los años 30.

No menos llamativos son los resultados de la búsqueda de los mensajes que dejaron escritos los combatientes en las paredes. "El día 6 de disiembre del 1941 ingresamo a las 5 de la tarde. Paco, Rafael y Emilio", quedó escrito en el Fuerte de San Cristóbal (Pamplona). "La fonética indica que son presos andaluces y que quizá solo uno de ellos sabía escribir", apunta en ‘Volver a las trincheras’.

MENSAJES. Hay cientos de mensajes. Llama la atención un poema de Ovidio en su exilio en Rumanía, en este mismo escenario: "Cuando se me aparece la tristísima visión de aquella noche, que fue para mí mis últimos momentos en la ciudad, cuando de nuevo revivo la noche en que tuve que dejar tantas cosas queridas para mí, todavía ahora de mis ojos resbalan las lágrimas". En el seminario de Camposancos (A Guarda), convertido en un campo de concentración entre 1937 y 1939, hay representaciones de aviones de combate.

Finalizada la guerra, llegó el retorno a los trabajos del campo, agricultores y ganaderos tuvieron que reconstruir sus vidas en unos paisajes destrozados por los combates, salpicados por toda clase de armamento, municiones.

"Moitas das experiencias que documentamos, tanto arqueolóxicamente como falando coa xente dese lugares, son desa paisaxe da postguerra, cando tiveron que refacer a vida nun contorno esfarelado, cheo de cadáveres e bombas se explosionar", afirma Alfredo González.

Una granada Ferrobellum, usada como objeto decorativo en un tejado de una casa de Abánades (Guadalajara), es una muestra.

Concluido el combate, el seguimiento de los balances económicos de las empresas que suministraron alimentos, armas, equipaciones y servicios al bando franquista permitiría comprobar que, a partir de entonces vivieron sus mejores momentos, o que infraestructuras como el aeropuerto de Lavacolla (Santiago) fue construido por presos republicanos.

Otro apunte que realiza Alfredo González está relacionado con lo que denomina "el paisaje de la represión", en el que incluye los cuarteles de la Guardia Civil, cuyo simbolismo considera similar al de los fortines del ejército colonial español en el norte de África.

Desde que comenzó la campaña por la recuperación de la memoria histórica, las organizaciones implicadas en esta labor se centraron en los restos de las víctimas. La que realizó el equipo de Alfredo González, sacando a la luz miles de objetos, como zapatos, gafas, ropa, dentaduras, perfumes o monedas, fue tratar de aportar algún vestigio que las personalice.

En este empeño se encuentra con varios obstáculos: quienes se dedican a la búsqueda de vestigios para crear sus propias colecciones, a pesar de que, la musealización que proyecta una visión monótona de la guerra porque omite las cuestiones políticas, que resultan determinantes para entenderla, y la tendencia a eliminar los monumentos franquistas, que deben permanecer, pero lo que tiene que cambiar es la lectura que hace de ellos la sociedad.

"La intención del totalitarismo es hacer desaparecer a las personas y su memoria, hacer como si nunca hubieran existido", expone Alfredo González parafraseando a la filósofa Hannah Arendt. "O que realmente os individualiza son os obxectos, porque nos devolven un pouco das súas crenzas ou deses pequeños detalles da vida cotiá", agrega el arqueólogo pontevedrés.

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