Las fiestas saturnales

La sociedad puede ser a un tiempo el vehículo que nos permite conseguir nuestras aspiraciones y la celda que las frustra de raíz. Vivimos tiempos convulsos cuyo estudio, abordado desde planteamientos económicos y políticos, debería echar mano de la sociología.

Los que padecemos de insomnio sabemos bien que no siempre son las circunstancias desfavorables y excepcionales, preocupaciones o exceso de trabajo, las causas de nuestro desvelo. En determinadas ocasiones son, por el contrario, las experiencias más gratificantes las que nos enemistarán con la almohada. Me explico: cuando vivimos una situación que nos reporta alegría, bienestar o exultación, nuestro cerebro disfruta tanto de esos momentos que, al llegar la noche, como un adolescente en su primera salida nocturna, no quiere abandonar la fiesta y se empeña en bailar una y otra vez. Si escuchamos con deleite el último movimiento de la tercera sinfonía de Tchaikovsky, escrita durante el verano de 1875, advertiremos que sus dos minutos finales, presididos por una suerte de himno, constituyen un colofón triunfante que se dilata inesperadamente. Me resulta divertido pensar que el compositor, quizá extasiado por un mes de julio de dachas y omnipresentes violetas, no veía la hora de poner punto final a tan jubiloso movimiento. Todas las despedidas cuestan, incluso cuando suponen la disolución de algo que nos resulta tormentoso y nos aflige. Adolphe, el protagonista de la novela homónima de Benjamín Constant, gasta sus días, como si fuese pisando contra su voluntad esas violetas que se esparraman por doquier en los veranos rusos, en idear la forma de separarse definitivamente de Ellénore, quien, por diferentes motivos, no satisfacía los requisitos que su padre anhelaba para una nuera. Del estadio inicial de la pasión arrebatadora a la posterior convicción de la conveniencia de abandonar a su pareja, el atribulado héroe llega a fingir ante su padre y ante su amada para no perder el favor de ambos, incurriendo entonces en la mayor contradicción emocional: "Somos unas criaturas tan variables que acabamos sintiendo los sentimientos que fingimos". Tal confusión, trazada con maestría por Constant gracias en parte al material autobiográfico, defenestra el amor verdadero y proclama la cruel supremacía de las convenciones sociales, capaz incluso de convertir la pureza de los sentimientos en hastío y repulsión. El objeto del deseo aparece entonces demudado en el de nuestra desgracia, por obra de la opinión —manifestada expresamente o velada en una corte de gestos—, de la sociedad a la que pertenecemos.

La lotería me abochorna, como concepto y como espectáculo. Me parece una suerte de beneficencia televisada en la que todos sufragamos con pequeñas aportaciones un acto de pseudojusticia social que, aunque el azar nos lo vista como ejercicio de equidad, es precisamente lo contrario por el hecho de obedecer al capricho de sus leyes: el gordo puede tocarle a quien ya padece sobrepeso. Es además una irónica demostración de la imposibilidad del ser humano de construir una sociedad proporcionada y sin escalones abismales. Como espectáculo redunda además en mostrarnos la insalubridad de la idea tan extendida de los sueños que podemos comprar. Pienso entonces en esos hoteles que difunden que en alguna de sus habitaciones pernoctó tal o cual famoso y, claro, también en las personas que desembolsan grandes cantidades para disfrutar de esas camas, creyendo acaso que por hacerlo se acostarán también con las parejas de esos famosos/as, o que simplemente se equipararán a ellos por poder afrontar gasto semejante. Y aunque uno no sea ni historiador ni sociólogo, cree reconocer un claro antecedente de la lotería en las Fiestas Saturnales de la antigua Roma. Nos cuenta Klaus Bringmann en El triunfo del emperador y las Saturnales de los esclavos en Roma que, en las fiestas en las que se exaltaban los triunfos militares, los soldados podían burlarse de los caudillos e insultarles impunemente con el único fin de hacer valer la premisa 'Recuerda que eres un hombre'. La enjundia de las Fiestas Saturnales consistía en que durante unos días los esclavos ocupaban el lugar de sus amos y se hacían servir pomposamente por ellos, invirtiendo así el orden perverso que siempre nos ha distanciado. Pero esa algarabía, al igual que el amor que Adolphe sentía por una mujer que a ojos de su padre no le convenía, era tan sólo una comedia equiparable en la duración de la vida de un hombre al tiempo que emplea la nieve artificial de una bola en cubrir la figura alojada en su interior.

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