Las esquinas de Minas

El pasado mes de diciembre se celebró en la ciudad brasileña de Belo Horizonte la Semana Clube da Esquina para conmemorar el talento de una pléyade de músicos cuya fusión cultural consiguió que una esquina como otra cualquiera se escribiese con mayúsculas

LOS ÁRBOLES de plata, así denominados porque el envés argénteo de sus hojas refulge como el vil metal cuando sopla el viento, se alían con el cielo plúmbeo y eléctrico de las sierras de Minas Gerais para inquietar al viajero. En cuestión de segundos se compone ante sus ojos un teatro barroco, una estampa inconcebible en la que desfilan querubines ataviados con túnicas azul cianita, exploradores de rostro agostado y mirada desvalijada, santos seducidos por la exuberancia tropical, cazadores de esclavos, poetas de los naipes, bebedores caídos y meretrices resueltas a poner paz en tan variopinto elenco. Quizá, azorado por los nubarrones, se sumerja de improviso en el espejismo de la jornada en la que, batea en mano, uno de aquellos aventureros paulistas descubrió la primera pepita y cubrió de desgracia aquella región brasileira. Poco después la lluvia caerá en tromba de presagios y le obligará a resguardarse en alguna iglesia. En su interior percibirá que las esculturas del Aleijadinho, transfiguradas por juegos de sombras y espasmos luminosos de la tronada, se encarnan para observarle subrepticiamente.

Al escampar asomará tímidamente la cabeza para comprobar que Ouro Preto, otrora Vila Rica, sigue ahí, recién lavada por el llanto de todos los que la irguieron de la nada, aunque pudiese parecerle que la fundación de la ciudad hubiese sido obra de algún osado que hubiese trasladado Mondoñedo hasta allí piedra a piedra, o que Mondoñedo, cual sujeto en excedencia, se hubiese ausentado de su emplazamiento para permitirse unas vacaciones tropicales. De noche contemplará desde la posada Chico Rei —héroe de leyenda que compró su libertad con el fruto de su trabajo— que en el firmamento se han bordado estrellas doradas, pues allí ascendió, como flujo boreal de ánimas, todo el oro que se extrajo de las entrañas de aquella tierra minera, roja como campo de tenis recién estrenado.

El pasado, alimaña de garras y dientes limados, yace a los pies de nuestro protagonista en su paseo matinal, pero llega el momento de descender a la realidad. El autobús le dejará de nuevo en Belo Horizonte, donde ya no escuchará los ecos de los codiciosos bandeirantes, del impedido Aleijadinho, de Chico Rei o del sublevado Tiradentes, sino el marcapasos de una capital moderna. En sus calles se criaron los rapaces que más tarde formarían el Clube da Esquina, una feliz reunión de la que, por lo menos, se ha reconocido internacionalmente la figura de Milton Nascimento, cuyo ‘songbook’ acaba de editarse. Tan sólo aireado de cuando en cuando en ámbitos jazzísticos —en parte gracias a sus colaboraciones con Pat Metheny—, el nombre del guitarrista y compositor Toninho Horta debería figurar también con mayúsculas en el corazón de los melómanos. Todavía más oculto, si bien con una discografía a su nombre exigua, permanece el bajista y gran compositor Yuri Popoff, habitual colaborador a la sombra de Horta pero poseedor de una personalidad musical fascinante. Escuchando su ‘Retiro das pedras’ asciende uno, transportado por la voz seráfica de Flavio Venturini, a paraísos sólo frecuentados por aves coloridas y felices, de igual manera que retornará a la desnudez del fango, el fango del alma humana, con ese canto al alimón de bajo y voz en Batom Passado. ‘Era só começo…’, su segundo trabajo discográfico como líder, confirma de cabo a rabo que aquellos que perdieron su honra y su vida buscando tesoros en Minas no los encontraron: tendrían que haber esperado tres siglos. Y quién puede mantener su sensibilidad incólume escuchando a Wayne Shorter improvisando con el saxo soprano en ‘Ballad for Zawinul’, homenaje compuesto por Popoff en vida del austríaco y grabado por Horta.

Cae la noche y en el último piso del hotel Savassi un piano Essenfelder duerme bajo una colcha en un desolado piano bar. La tormenta se ha llevado consigo la luz eléctrica allí arriba, pero el viajero puede sentir desde el ventanal la vibración de la ciudad. Al día siguiente se despedirá de Belo Horizonte compartiendo mesa con Ligiane en la cafetería Tres Coraçoes, en la Praça do Papa, advirtiendo para sus adentros que la Santísima Trinidad no es más que una pueril interpretación de algún triángulo amoroso al estilo grecolatino. La lluvia seguirá borrando sobre el asfalto los besos furtivos mientras el avión despegue.

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