La tormenta

"La lluvia cambiaba el color del asfalto, y dibujaba círculos sobre el río; una lluvia pesada, como si el cielo sudase"

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APENAS HABÍA coches, pero si pasaba alguno, el viento nos obligaba a sujetar con fuerza el manillar para no perder el equilibrio. Serían las seis, y sobre la sierra asomaban las primeras nubes, lentas, pesadas, como gotas de tinta en un cielo azul. Avanzábamos en silencio por una carretera pegada al río, aguantando un calor tormentoso que nos hacía sudar. Conocía el camino, y no faltaba demasiado para la bajada que llevaba al pueblo, así que esperé mi momento. Al llegar al puente, apareció la recta. Entonces, me lancé a pedalear con toda mi alma, como si fuese cuestión de vida o muerte. Lo adelanté por sorpresa, gritó algo que no entendí, y me concentré en alcanzar toda la velocidad posible. En la primera casa levanté los brazos, me di la vuelta y lo vi, con el pelo tapándole la cara. Mis pedales seguían girando solos.

Apoyamos las bicis y compartimos un agua sentados sobre un muro de piedra, con el embarcadero a la espalda. No había nadie, un bóxer dormitando frente al bar, las casas con las persianas bajadas, y el río que se alejaba entre dos montes, oscureciéndose en la distancia. Como lagartijas, nos tumbamos a descansar. El sol nos obligaba a cerrar los ojos, y con su camiseta nos tapamos la cara, a lo lejos se escuchaba el ruido de alguna máquina con motor. Creo que no llegué a dormirme, no lo recuerdo. Cuando abrí los ojos, el cielo se había cubierto.

La primera gota, gorda y caliente, estalló sobre mi mano. Él pedaleaba delante y, casi en el mismo momento, aceleramos, intentando ser más rápidos que la tormenta. La lluvia cambiaba el color del asfalto, y dibujaba círculos sobre el río; una lluvia pesada, como si el cielo también sudase. Sin avisar, frenó, dejó la bici y corrió a refugiarse en un hueco excavado en un talud. Empapados, nos agazapamos con la espalda pegada a la tierra, aprovechando el pequeño espacio, rodeados de piedras y raíces. Delante, una viña, el agua rebotando contra las hojas de las vides; un poco más lejos, el río, ahora gris, reflejando las torretas eléctricas. Nos quedamos hipnotizados por el ruido de la tromba y los relámpagos. Poco a poco, los truenos se fueron espaciando, y dejó de llover. Ya no se oía nada, apenas nuestra respiración y, aunque la tormenta había pasado, no nos movimos. Sólo cuando empezó a refrescar, decidimos marcharnos.

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