La mujer que provocó un cambio de gobierno

El abuelo de Katharine Graham ofreció a su padre 600 dólares como recompensa por no empezar a fumar antes de los 21 años. Este los invirtió en bolsa, los convirtió en 5.000 e hizo a sus hijos la misma oferta adaptada al coste de la vida:1.000 dólares. Ninguno aceptó. El dinero no resulta tan movilizador para los ya ricos como para los que todavía buscan su lugar en el mundo. La de Graham es la historia de una mujer que tenía clarísimo cuál era el suyo, pero acabó en otro. Y qué otro.

NUNCA SE me pasó por la cabeza que me viera como alguien para asumir un trabajo importante en el periódico", dice Graham en su autobiografía del momento en el que su padre decide colocar como editor a su marido de The Washington Post y no a ella. Estaba encantada con la elección. Tenía que ser alguien así, brillante como Phil Graham, que no tenía ninguna experiencia periodística, que debía aprender desde la cima cuántos escalones había y quienes los ocupaban, que sabía que era un reto pero no dudaba de que estaría a la altura del puesto. Alguien así, que era tan hábil e inteligente; alguien que era un hombre.

No ella, desde luego. Que llevaba hablando del Post con su padre desde que lo compró, en quiebra, en una subasta. Que le escribía desde la universidad para criticar alguna de sus decisiones editoriales con genuina preocupación. Que había estudiado periodismo y que había empezado a ejercer cubriendo conflictos laborales en un medio que nada tenía que ver con su familia, una veinteañera pija y rica que supo hacer fuentes entre los sindicalistas más peleones de los muelles de San Francisco. Que era la única de los hijos de Eugene Meyer a la que interesó el periodismo desde el principio.

Siempre resulta asombrosa la cantidad de refinada educación que muchas mujeres de antes recibían para usarla en privado, como complemento a la de su marido, concebida solo como esa pátina de saber estar imprescindible para la vida social, para acompañar, para dar la réplica en una conversación, para criar. Si se hacía otra cosa con ella solía verse como una veleidad, un entretenimiento. Ya casada, Graham tuvo varios trabajos así, de los que, por necesarios que pudieran ser, parecen tener como objetivo fundamental evitar el aburrimiento. Esta mujer impresionante nunca será ejemplo de que se puede tener todo porque nunca lo tuvo. Al menos, no todo a la vez. La razón de que hayamos llegado hasta aquí hablando de ella es lo que hizo sola, cuando su padre y su marido habían muerto y fue capaz de convertir un periódico mediano en la referencia internacional que es hoy.

Pero el interés de la autobiografía de Graham —Una historia personal, ahora reeditada por Libros del K.O.— no se concentra solo a partir de ese momento, sino que lo tiene muy bien repartido y cautiva desde el comienzo. No es la escritura, que es siempre de señorita bien, un punto distante, que no se enfanga ni en los momentos más duros. Es por la historia, por el drama y por la capacidad revisora de Graham, que se va recordando a si misma mientras narra lo que no vio en su momento, que lleva al sitio lo que solo supo más tarde, que se presenta doble: la que fue y la que acabó siendo. Hay mucho arrepentimiento en estas páginas. Y también superación.

Con ella visitamos los primeros años felicísimos de su matrimonio, con sus hijos aún muy pequeños y una vida sencilla; la trepidante hazaña de quedarse con un periódico pequeño y hacerlo crecer hasta ser un grupito de comunicación, la creciente influencia de su marido en calidad de editor con frenéticas jornadas a las que podía dedicarse sin miramientos porque el resto de la vida la solucionaba ella, el sutil menoscabo con el que la trataba y al que ella o quitaba importancia o ni veía porque se querían y, al fin, como una olla que se va calentando a fuego bajo durante todo el relato, el diagnóstico de enfermedad bipolar del esposo.

Graham cuidó a su marido sin descanso y un poco a ciegas, aconsejada por un psiquiatra que no creía en la medicación, solo en la reflexión y en la voluntad. Hizo también eso, tan cansado y tan inútil, de intentar esconder lo que pasaba, como si sirviera de algo. Al final todo se desparramó de una forma dolorosa: en una de las fases maníacas de la enfermedad Phil Graham la abandonó por una mujer más joven con la que llevaba un tiempo de relación, una periodista de Newsweek, revista que para entonces le pertenecía. Y, además, intentó quitarle su parte de The Washington Post. Antes de que la amenaza se materializase, ya en fase depresiva, quiso volver a casa y, al poco de hacerlo, se suicidó. Era 1963 y, con 46 años, una Katharine Graham destrozada empezaba una nueva vida.

La mujer que llegaba al cargo de editora —la propietaria, la responsable última de todo, la muralla que debía contener todas las presiones sin proyectarlas en la redacción— era una persona culta y preparada a la que las servidumbres familiares y sus desprecios cariñosos habían convencido de que no lo estaba. El suyo era un grupo de comunicación de tamaño medio en una ciudad competitiva y en un país en el que para tener influencia de verdad hay que tener muchos, pero muchos, lectores de sitios alejadísimos entre si. Y además no era un hombre. La cantidad de veces que repite, de una u otra forma, que no sabía nada deja patente el brutal aprendizaje de sus primeros años. Cómo tuvo que ser para que fuese esa la misma mujer a la que llamaron a una fiesta ocho años después para que decidiese si se publicaban o no los Papeles del Pentágono —una serie de secretos del Gobierno con respecto a la guerra de Vietnam cuya publicación por parte de The New York Times ya había merecido una suspensión judicial— y dijera que sí, que adelante. Las amenazas posteriores y el desprecio ya combativo de Nixon y los suyos la prepararon para lo que había de venir.

Si se quiere saber cómo un robo en la sede del partido Demócrata derivó dos años después en la dimisión del presidente de Estados Unidos se pueden leer libros como Todos los hombres del presidente de Woodward y Bernstein o incluso la autobiografía de Ben Bradlee La vida de un periodista, pero para conocer qué es apostar por una historia y aguantar mientras se tira de un hilito que parece eterno sin desfallecer, el de Graham es perfecto.

Cuando Nixon ya ha dimitido esta escribe a Bradlee, al que ella misma había contratado como director y con el que hizo tan buen equipo, que solo les había "salvado de la extinción alguien lo suficientemente loco para grabarse y, además, grabarse sobre cómo ocultarlo". Graham temió ir a la cárcel por el Watergate. Ella y el resto del periódico fue perseguido e insultado. Fue una exclusiva por la que inicialmente solo apostó el Post, que publicó durante meses artículo tras artículo sin que ningún medio más entrase a cubrir el tema, lo que daba argumentos para los muchos que creían que solo se trataba de una cruzada contra Nixon. La espera fue eterna y frágil, pero llegó. Muchos se retractaron y se disculparon. El Post incluso ganó un Pulitzer por su servicio a la ciudadanía, gracias a que se modificaron las candidaturas. El descreímiento era tal que inicialmente no se había propuesto para el premio y solo se hizo con el presidente ya en la calle. La editora se convenció de que si no hubieran existido las grabaciones que prueban que Nixon conocía y respaldaba el ataque al Watergate, pese al resto de pruebas abrumadoras , muchos hubieran seguido sin creerlos.

El Watergate contado por Graham tiene también una lectura inesperada, la de las miras reducidísimas del pensamiento machista. Durante años fue acusada de no tener ni idea de lo que estaba haciendo con el periódico, de figurar pero no mandar, de relegar en otros todas las decisiones porque qué iba a hacer ella. A partir de ese momento fue muchas veces descrita como una arpía vengadora, una tirana que dictaba a los redactores qué debían escribir, que lo controlaba todo y usaba la empresa solo para sus batallas particulares. De su valor, solo se habló después. Y lo tuvo. Cierto era que ayudaba mucho ser tan rica, pero también lo es que otros lo son y no lo hacen.

Graham, que inicialmente se veía como la mera custodia de una herencia y que casi se conformaba con mantenerla idéntica, logró dejar a su hijo Don los mandos de un periódico con verdadero peso, muy lejos del que gestionó su marido y a una galaxia del de su padre. También un libro jugoso y valiente, con tanta historia del siglo XX ahí comprimida y narrada desde un punto de vista tan poco frecuentado que cómo no celebrar su reedición.

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