Guillermo y el francés

Acceda a todos os contidos da última edición do suplemento 'Táboa Redonda'

LA VIDA a veces nos pone obstáculos insalvables. El domingo pasado, por ejemplo, yo tenía que estudiar francés y una botella de albariño se interpuso en mi camino.

No sé si luché mucho, pero de lo que no cabe duda es de que perdí. Pasé primero una fase de K. O. técnico de la que logré salir al cabo de un par de horas, no sin esfuerzo, para sentarme delante de mis apuntes. A la vez, trataba de escuchar Radio France Internationale: cuando hablan, los franceses parecen permanentemente escandalizados. Y es verdad que dicen «Oh, la lá». A veces incluso «Oh, la la lá». Me pregunto si son conscientes del efecto que eso tiene entre nosotros los extranjeros.

Pero el imperativo, el imperfecto, el condicional y el subjuntivo, con sus dobles eses, sus íes y sus acentos aleatoriamente colocados, se entrecruzaban en el papel, riéndose de mí a carcajadas. Y mientras escribía «sache, saches, sache…» —nada que ver con la tierra—, me acordaba de Guillermo Brown, El Proscrito, quejándose amargamente de tener que estudiar los verbos en francés y preguntándose, profundamente indignado, cómo podía alguien ser tan degenerado como para hablar así.

En su momento me leí todo Guillermo. Admito que eran algo repetitivos, pero me encantaban. Sin embargo, ahora que se los ofrezco a mi hija parecen pertenecer a mundos inconexos. Y no lo entiendo: ¿estaba yo mucho más cerca de un niño inglés de principios del siglo pasado que ella? Parece que sí, aunque para mí lo que contaba Richmal Crompton ya tuviese poco que ver con mi infancia real. Pero tal vez yo, pese a todo, hablaba todavía ese idioma. Estaba urbanizado, sin duda, pero apenas tecnologizado; y, aunque en mi casa nunca pasamos apuros, tampoco eran mis posibilidades materiales las de mis hijos. Todavía tenía sentido buscarse la vida para lograr caramelos o una fanta compartida, o colarse en un terreno para hacer una cabaña. Y, en cambio, puede que ahora no tenga ninguno, que Paula no sepa de qué hablan, ni además le interese averiguarlo.

En esto siempre ha sido fácil dramatizar y caer en el lamento apocalíptico. También yo reconozco que me disgusta que el campo de juegos se limite a una pantalla. Y no puedo evitar preguntarme si por este camino que recorremos nuestros niños no se estarán perdiendo algo. Pero, ¿no pensaba, cuando oía a mis padres compararnos con ellos, que no era cierto que las cosas hubiesen empeorado?, ¿que no era verdad que jugásemos peor? Decían que ya no teníamos imaginación, pero yo no veía ninguna ventaja en jugar a las muñecas con mazorcas de maíz, como mi madre. Y estoy seguro de que mis hijos no se la ven a jugar a indios y vaqueros en lugar de cazar pokémons.

Comentarios