El último flotador

"Los veo con el pelo alborotado comiendo pipas en el muro del espigón"

Este fin de semana he vuelto a O Vicedo por primera vez desde verano. He ido yo solo, a trabajar en mi interminable y a estas alturas odiosa tesis, pero sobre todo a alejarme y descansar.

La lluvia me ayudó a aprovechar el tiempo. Sentado junto a la ventana, solo podía hacer dos cosas: mirar por ella o mirar la pantalla del portátil. Y aunque el mar, el faro y un mirlo que no dejó de pasearse los dos días por el jardín (¿o serían varios? Me veo incapaz de distinguir un espécimen de otro; ya bastante me parece saber que era un mirlo) me atraían mucho, me rindió más un fin de semana allí que cuatro en casa.

Estaba leyendo ‘Francamente, Frank’ (Anagrama), la última novela de Richard Ford, con quien mantengo una larga relación de decepciones que, una vez más, pretendo enmendar. Son cuatro relatos protagonizados por Frank Bascombe, su famoso periodista deportivo. Me ha gustado. En todos habla de la muerte, supongo que no por casualidad, pero intenta hacerlo positivamente, y más o menos lo consigue. Es peor cuando describe cosas buenas, buenas épocas de su vida: nada de lo que cuenta resulta mínimamente apetecible; ni para él. Aunque pretenda decir lo contrario, da la sensación de que en ninguna de esas situaciones pasadas, de amor, de cuidados entornos, de vino caro, de éxito, familiarmente apacibles, fue feliz. Parece saber lo que es vivir, y sin embargo nada le ha valido de nada: ni la madera de las ventanas, ni el bosquecillo de detrás de su casa, ni los viajes, ni la literatura ni ningún recuerdo. Desayunaba con su mujer en un porche frente al océano pero daba igual.

Voy andando a comer, con paraguas, y ni a la ida ni a la vuelta me cruzo con una sola persona. En invierno aquí ya no hay nadie, me dicen los conocidos. De noche, en el puerto, pido cocochas de merluza. Hay un hombre que, aunque no ha dejado de llover, lleva remangada una pierna del pantalón, no sé por qué; y al cabo de un rato también se sube la otra. Ford habla de impuestos y especulación en la costa de New Jersey y en el bar discuten si son lo mismo el verdel, el curriolo, la xarda y la caballa. Que tres en un kilo ya son buenas piezas. Hablan de pesca y dan medidas en brazas. Y el ‘Leviatán’ de Hoare, con toda su admiración por los cetáceos, se me aparece cuando oigo contar que unos días antes hubo una ballena junto a la Estaca. Y que daba unos saltos tremendos. Que, ver, él no la vio, pero se lo contaron.

Desempaño con la manga el cristal de la puerta para ver las luces de O Barqueiro y las de la máquina que vende chocolatinas y cebo vivo. «El mundo se va encogiendo y concentrando a medida que pasamos más tiempo en él», dice Ford. Puede ser. Parece mentira que O Vicedo, donde disfruté tanto de niño, se haya convertido para mí en un escenario de mis hijos. Los veo con el pelo alborotado comiendo pipas en el muro del espigón, en el parque infantil veo a Paula haciendo malabarismos y, en la playa, a Carlos quitándose su último flotador. Pero, como tengo una tara irreparable, en lugar de sumar, en lugar de hacerme estar mejor, cada imagen me produce un pequeño pinchazo de dolor. A Bascombe se le murió un hijo. Paso por esas referencias rápidamente, sin querer saber.

El domingo por la mañana ya no llueve, y desde el muelle miro la boca de la ría y Bares. Venga las veces que venga, me cuesta asimilar lo bonito que es esto. Y en el fondo me parece asombroso que, cuando no estoy, las olas sigan batiendo cada día en Vilela, la verde siga alumbrando por las noches, la playa esté aquí y el mirlo venga a posarse al muro de la casa vacía, donde las camas llevan meses intactas.

Con todo recogido y la bolsa ya en el coche, bajo a la orilla y me siento en un tronco a terminar el libro. Frente a mí tengo la vista que más me gusta en el mundo. Y subo las escaleras para irme, preguntándome por qué cuando estoy solo la belleza me pone tan triste.

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