El Extraño

Un encuentro en el que al autor le habría gustado "ser una de esas personas que pueden pelearse con cierta naturalidad y zanjar un asunto con un par de golpes"

EL SOMONTANO me había mareado y me sentaba bien caminar. Pensé en un whatsapp dando las gracias por la cena, pero estaba sin batería. Lo enviaría al llegar a casa. Después de todo, había sido agradable, aunque no conseguía quitarme de la cabeza que esas cajas de libros eran sólo un truco y ella se mudaría a casa de Miguel antes de otoño. Bajando Juan Carlos I hacia Rosalía de Castro, me di cuenta de que sudaba. No se movía ni una hoja de los árboles de la alameda y tampoco se escuchaba a los estorninos de la Carreira do Conde. La gasolinera había cerrado y en las escaleras de la Igrexa do Pilar, una pareja de peregrinos compartía en silencio una cerveza, con las mochilas y los bastones apoyados. Imaginé que no habrían cogido pensión porque su tren saldría temprano. Intenté recordar cuantos veranos había pasado en aquella ciudad, y como se parecían todos. Entonces, lo vi.

De espaldas, miraba el escaparate de la Librería Fonseca, frente al callejón que comunica Rosalía de Castro con el campus universitario. Me llamó la atención que alguien se entretuviese revisando códigos, y libros de texto a esas horas. Pensé en cambiar de acera y ahorrarme algún comentario de borracho, pero seguí caminando. Tenía el pelo corto, camisa blanca por fuera de un pantalón de tela, como la parte de abajo de un traje o el uniforme de un camarero, zapatos de invierno, con una suela gruesa de goma. Con las manos en los bolsillos parecía absorto. Al pasar a su lado, quise ver el reflejo de su cara en el cristal. Santiago es una ciudad pequeña, quizá lo conociese. Sin embargo, el escaparate estaba oscuro, y pensé que era imposible que aquella persona lograse ver algo. Él ni siquiera se giró, como si no hubiese notado que pasaba.

No había tráfico y, aunque era viernes, todos los bares habían cerrado. El Ensanche estaba muerto en agosto. Al doblar hacia la Plaza de Vigo, lo vi de nuevo. Había dejado el escaparate, miraba al suelo igualmente concentrado y caminaba en mi dirección. Pasó un coche con las ventanas bajadas y la música alta. Atravesando la plaza hacia la Avenida de Vilagarcía, recordé el piso que había estado a punto de alquilar, y levanté la vista intentando distinguir si las persianas estaban subidas, señal de que aún estaría libre. En una marquesina me topé reflejada la silueta de aquel desconocido y me sobresalté. Me giré al momento y comprobé que estaba al fondo de la calle, mirando el escaparate de una copistería. Empecé a caminar rápido. Me esforcé en pensar que sería una casualidad, alguien bebido, regresando a casa por mi camino, aunque me preguntaba qué borracho se entretiene leyendo de madrugadas precios para hacer fotocopias.

Avancé hacia Romero Donallo, esa avenida marca el final del centro y el inicio de los barrios. Al otro lado no habría nada abierto. Me dije que debía calmarme y ver las cosas con frialdad. Nada extraño había ocurrido. Simplemente era de noche, había bebido y mi imaginación hipocondriaca me estaba alterando. Me detuve un segundo fingiendo leer una oferta en una agencia de viajes. Escuché pasos detenerse. No lo estaba imaginando. Ahora estaba seguro de que aquel desconocido me seguía.

Recordé que mi móvil no tenía batería y dudé entre seguir por el camino habitual, el más rápido para volver a casa, o tomar un itinerario más transitado, quizá retroceder hasta el 24 horas de República Argentina y esperar a que aquel borracho encontrase otro entretenimiento. Desde luego, correr me parecía ridículo. No había pasado nada. Deseé cruzarme con alguien, pero qué le diría. En realidad, todo sonaba absurdo. Decidí cruzar Romero Donallo y continuar hacia Sánchez Freire por la ruta habitual. Pensé en el cíber abierto donde solía haber gente jugando a videojuegos en red de madrugada. Podría entrar con la excusa de comprar algo y esperar a perderlo de vista.

Al llegar a la esquina, calculé que nos separaban unos veinte metros. Lo oía caminar. ¿Y si me giraba? Aquel pensamiento me inquieto. ¿Querría dinero? Intenté recordar la última vez que me había peleado con alguien. Aquello quedaba lejos y no podía considerarse una pelea. Aquel tipo no era un gigante, pero tenía algo que me daba miedo. Me habría gustado ser una de esas personas que pueden pelearse con cierta naturalidad, en un atasco de tráfico o en un partido de fútbol, volverse agresivos, zanjar el asunto con un par de golpes y luego recuperar la respiración y continuar con su vida. Me inquietaba la idea de que aquel extraño me acompañase hasta el portal. ¿Y si se empeñaba en entrar? A lo lejos vi el cartel del cíber, y la persiana bajada y me arrepentí de no haber elegido otro camino.

Mi portal estaba a tres minutos, quizá menos a aquel paso. Sentí que debería prepararme para que ocurriese algo. ¿Qué esperaba? Imaginé como sería golpear a alguien, como tendría que cerrar el puño, y se me tensó el estómago. Al fondo se distinguía el edificio de mi casa. En el bolsillo palpé las llaves. Calculé el tiempo que me llevaría abrir la puerta, entrar y cerrarla detrás de mí. Quizá no le diese tiempo a llegar. ¿Qué haría luego? ¿Se iría? Aceleré, pensé que podría correr, en realidad, parecía una buena idea y nadie sería testigo de mi cobardía, sin embargo, algo me impedía hacerlo. No sé si él también apuró o yo sólo escuchaba ya el ruido de pasos. Quería saber qué hacía, a qué distancia estaba, pero no quería volverme.

Saqué las llaves, me temblaba la mano. Oí un ruido detrás. Me giré. Estaba justo enfrente, podía verle la cara. Los ojos fijos, el gesto inexpresivo, como si estuviese mirando a través de mí, como si yo fuese otro escaparate más. Sus manos en los bolsillos. La llave ya en la cerradura. "¿Te puedo ayudar en algo?". Fue mi estúpida frase. No hubo respuesta. Se acercó. Noté su respiración sobre mi cara y después su frente húmeda. Quiero recordar el olor, pero no había olor. Se me paralizaron todos los músculos del cuerpo y supe que no me movería. No sé cuánto duró. Entonces, retrocedió y volvió a mirar a través de mí. Se giró y continuó caminando. Abrí la puerta y me metí en el portal. Respiré hondo, tenía la espalda empapada.

Al entrar en casa, con el corazón helado, me asomé a la ventana, sin atreverme a abrirla. Temía encontrar aquel extraño enfrente. La calle estaba vacía y me hundí en el sofá. ¿Qué había pasado? No sabía si había corrido peligro o si todo había sido la broma negra de un borracho. Encendí el televisor. Necesitaba ruido.

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