El escalador y la novia

Nacho Mojón vuelve sobre los entresijos del amor: "La boda se cancelaba. Lo habían pensado, y no estaban preparados. Firmaban los dos"
"La boda se cancelaba. Lo habían pensado, y no estaban preparados. Firmaban los dos"
photo_camera "La boda se cancelaba. Lo habían pensado, y no estaban preparados. Firmaban los dos"

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Él se había mudado para hacer avanzar una relación a distancia. Después de cinco años de aeropuertos y estaciones de tren, un par de meses viviendo juntos le bastaron para darse cuenta de que echaba en falta la ansiedad del reencuentro, la crisis del sábado, y la adictiva tristeza de las despedidas, ese ciclo que mantiene la tensión alta y aleja las polillas de los dormitorios. Pese al desencanto de la vida en pareja, no se rindieron y, antes de tirar la toalla, decidieron echarle la culpa a esa ciudad llena de días iguales e inviernos largos, dejaron sus trabajos y fiaron su futuro juntos a un viaje. En algún lugar del mundo estaría lo que habían perdido.

Aquella terapia con mochila duró un año, y les dejó un blog e historias para contar, sin embargo, terminó muy cerca de donde había empezado, así que ella se quedó con el sofá y él se mudó de barrio. Así fue como llegó a la casa donde nos conocimos. Yo buscaba un lugar donde aclararme, y él pagaba una habitación para no tener un piso entero que se le cayese encima. Al principio, pasaba los días planeando viajes, cambiando de trabajo para matar el aburrimiento y escalando. Decía que necesitaba un punto donde focalizar su atención y la escalada le ofrecía una suma de puntos en los que poner todos los sentidos o aceptar una caída sobre la colchoneta.

Los sábados a la mañana desayunábamos con Le Courrier, debatiendo de todo, como si el mundo dependiese de nuestras opiniones. Después salíamos a correr. Me encantaba aquel sendero entre los pinos negros de la Fôret de Soignes. Luego, con el estómago vacío y la conciencia tranquila, nos hinchábamos de pizza en el Mamma Roma de la Place Flagey. Por las noches alquilábamos películas piratas en un vídeoclub paquistaní al que llegaban los estrenos antes que al cine. Entre Xavier Dolan y los hermanos Dardenne, nos hicimos amigos y hasta aprendí a pronunciar bien su nombre. Él vino a España, conoció a mi familia y nos bañamos en las Cíes el último día de septiembre, en nuestro primer verano sin playa. El tiempo pasó y aquella ex novia suya fue dejando hueco para que apareciesen nuevas historias, historias breves, ligeras, historias con las que ir a trabajar pensando en un mensaje que enviar y no en la primera reunión del día.

Entonces, apareció ella. Mismo país, mismo trabajo, todo encajaba y las cosas fueron deprisa. Su habitación pronto se quedó vacía, y yo empecé a desayunar solo. Ellos recorrieron todos los restaurantes de Bruselas haciendo planes y él se mudó a su apartamento. Al poco tiempo, regresé a España, y no me sorprendió cuando anunció que se casarían. Lo imaginé haciendo listas, adoraba poner las cosas en orden. Le recuerdo en el supermercado, calculando que cola nos llevaría antes a la caja. Juntos abrieron un blog para contar los preparativos. Sería una gran fiesta, una oportunidad de vernos todos, y recordar viejas historias bebiendo vino.

Veía una película de domingo tumbado en el sofá, con un ojo en la televisión y el portátil sobre las rodillas, cuando recibí aquel correo. No serían más de cinco líneas, y estaba dirigido a todos los invitados, redactado en un estilo formal, sin adornos. La boda se cancelaba. Lo habían pensado, y no estaban preparados. Firmaban los dos. Por un momento, creí que esas cosas ocurrían sólo en el cine. Pensé lo difícil que debe resultar echar el freno cuando la cadena de montaje de una boda está en marcha, las familias, los preparativos, los compromisos... Me imaginé enviando aquel correo, redactando una frase, reescribiéndola, eligiendo con cuidado las palabras, encontrando el tono. Le conocía y sabía que no había sido un impulso. Imaginé el momento de la primera duda, una sombra diminuta sobre el mapa de colores de una fiesta. Sentí la angustia de la decisión. Sin embargo, al otro lado de esa tristeza, apareció la valentía de ponerse frente al espejo con el altar reservado, de exigirse el máximo, sin conformarse, sin miedo a hacerse preguntas, la belleza de atreverse a empezar de nuevo.

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