Cuando tuve un hermano mayor

Me contó que tendría la habitación para mí, esforzándose por que pareciese algo bueno. Ese día no entendí mucho

FUI UN NIÑO miedoso. Miraba debajo de la cama, dejaba la puerta abierta, y me tranquilizaba oír la tele en el salón. Pero cuando tenía miedo de verdad, el único lugar seguro era la cama de al lado. Porque yo, que siempre he sido el mayor de mis hermanos, tuve también un hermano mayor, un sexto hermano que, además de estar por la noche, me contaba historias asombrosas y los fines de semana me rescataba del aburrimiento de un piso de ciudad para llevarme a un lugar con río y bicicleta, a una casa llena de gente, con cajas de melocotones en la despensa, un comercio con acuario y el mostrador más largo del mundo.

No sé cómo, pero mi hermano mayor se las arregló siempre para tener coche, coches destartalados y moribundos, como el Perolo,  abierto en canal, resistiéndose al desguace, y un dos caballos amarillo que subía el Rodicio con el ruido de un helicóptero. Cada viernes después del colegio me plantaba en el balcón de casa. No importaba que no fuese aún lo bastante alto como para ver la calle. Pero allí estaba, pegando el oído, esperando ese motor al que podía reconocer con la facilidad que uno identifica la voz de un amigo. Era la señal de que no se había olvidado.

Un mediodía, mi madre llegó a casa después del trabajo. Entraba siempre resoplando, faltándole manos para agarrar la compra, el bolso y las cartas del banco. Minutos después me acerqué a la cocina y la vi sentada todavía con el abrigo puesto, y mi padre de pie. Tenía un papel en la mano y quiso disimular, pero me di cuenta de que había llorado. Me contó que tendría la habitación para mí, esforzándose por que pareciese algo bueno. Ese día no entendí mucho. ¿Qué niño entiende que hay noticias que uno sólo se atreve a dejar en el buzón? A partir de entonces mi hermano mayor se convirtió en mi primo.

En bachillerato, un profesor nos encargó un trabajo sobre la historia de la provincia y presenté un resumen del libro sobre Montederramo que mi primo acababa de escribir. Al entregarlo, dejé sobre la mesa un ejemplar, orgulloso del apellido en la portada. Para mí, aquel libro era la prueba de que mi familia podía hacer cosas extraordinarias.

Con los años se hizo viajero y yo, con mi aracnofobia y mis alergias, me atreví a ir con él al desierto, en un viaje de esos que dejan cosas dentro. Pronto preferí las ciudades europeas donde sacudirme el complejo de provincias y él continuó por lugares que sólo veré en televisión. Llegaron libros nuevos y otras aventuras, pero entonces yo estaba enredado con las mías que, aunque menos exóticas, me mantenían atareado. Poco a poco, nos fuimos viendo sólo en bodas y Navidades y, en algún momento en que dudé de casi todo, creí que nos estábamos perdiendo de vista.

Este primo-hermano me puso un mote que se parece más a mí que mi nombre. No es uno de esos que se pierden al pegar el estirón, sino de los que te acompañan y, cuando lo escucho, me giro porque quienes me llaman así vienen de un lugar que me gusta. Sé que odia las redes sociales, aunque quien le conoce estará de acuerdo en que él mismo es una inmensa red social de carne y hueso. Probablemente no haya podido elegir lugar peor para darle un ‘like’, pero como él me enseñó, hay cosas que uno sólo puede escribir y dejarlas en el buzón.

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