Cómo hacer girar los platillos chinos

Charles y Ray Eames diseñaron mobiliario que lleva siete décadas produciéndose sin descanso. Pero qué simpleza es pensar que hicieron solo eso. Entre sillas y armarios, crearon películas, casas y piezas de aviones. Fueron malabaristas de mil ideas a la vez, mil platos chinos que supieron mantener en equilibrio
Ray Eames sentada en uno de los muebles que diseñó con su marido
photo_camera Ray Eames sentada en uno de los muebles que diseñó con su marido

Recién casados, los Eames alquilaron un piso de dos habitaciones: una para su dormitorio; otra, para la máquina ¡Kazam! (palabra que viene a ser una suerte de sortilegio o encantamiento, tal era el milagro que se esperaba de ella). Después de subir a escondidas del casero los materiales, desde yeso hasta una bomba de bicicleta, e inventarse un artefacto único, pasaban los ratos libres creando una madera contrachapada moldeable. Esto quiere decir: capa de madera, capa de cola, capa de madera, capa de cola... así, pero capaz de curvarse. Qué pareja no querría dedicarse a una actividad así.
Charles, un estudiante de arquitectura expulsado de la universidad sin llegar a acabar la carrera, había tenido poco antes un fracaso muy productivo: había ganado junto a su amigo Eero Saarinen un concurso del MoMa sobre mobiliario actual. Las maquetas eran impresionantes y las sillas prometían: madera curvilínea, una sola pieza, se podían producir en serie. Pero cuando se intentó, se vio que para ondular la madera había que recurrir a una técnica solo usada en la automoción. Resultaba carísimo y, con la inminencia de la guerra, se limitaba el uso de algunos materiales. Se hicieron las sillas justas para la exposición; así que él, que soñaba con la producción en serie de muebles bellos y baratos, se prometió a si mismo que nunca volvería a presentar ningún proyecto sin tener la certeza de que podía salir del papel y fabricarse. Los haría él mismo antes.
La máquina ¡Kazam! se fue perfeccionando sin salir del cuarto de invitados y en él entró en 1941 un amigo médico de la pareja para verla en acción. Cuando observó esa capacidad de crear ondas en la madera, les propuso que fabricaran tablillas para uso militar. Los soldados heridos sufrían con las metálicas, tan rígidas que no acababan de adaptarse a sus piernas, de forma que a veces acababan por romperse. Charles y Ray lo hicieron, sacaron la máquina de su habitación, crearon una empresa y se convirtieron en los suministradores oficiales de la Marina estadounidense. Para cuando terminó la guerra habían producido más de 150.000 tablillas. Aunque no llegaron a fabricarse también diseñaron camillas e incluso piezas para la industria aeronáutica, todo de madera contrachapada.
El encargo fue providencial: trajo dinero, contactos y un conocimiento sofisticado de cómo trabajar la madera. Ahora sí, se podían hacer muebles rápidamente —en media hora tenían una silla— y sin gastar demasiado. El MoMa les propuso una exposición y en 1946 mostró al mundo cómo iba a ser el mueble moderno. Hace 70 años nacían las primeras sillas Eames: la DCW (Dining Chair Wood), la LCW (Lounge Chair Wood) y la DCM (Dining Chair Metal), unas maravillas de dos piezas que no han dejado de producirse —ni de venderse bien— en todos este tiermpo.
Hay que alejarse mucho de la civilización para que tu cuerpo pase por la vida sin tocar en ningún momento un mueble de los Eames. Especialmente sus sillas y especialmente las de plástico, que son, con diferencia, las más copiadas. Están en restaurantes modernos, peluquerías, casas desde Australia hasta Canadá, quizás también la propia y, desde luego, todas en cada número de cada revista de decoración. Los Eames —que son aún ahora tan frescos y ligeros, tan divertidos, tan perfectos para la vida moderna, como si esta vida moderna fuera aquella vida moderna de la posguerra— son omnipresentes y sus muebles representan un gusto por el diseño vivible, cálido y liviano.
Cumplieron con creces su lema —‘Lo mejor, para el mayor número de personas posible, por lo menos posible’— en vida. Ahora ya está tan desvirtuado que es difícil saber qué pensarían ellos de los dos extremos en los que se encuentra su mobiliario: la copia baratísima y del peor plástico y la distribución exclusiva de muebles que se proyectaron baratos y acabaron siendo accesibles para muy pocos. La Lounge Chair —un nido de pluma y plumón con cuero capitoné y planchas de madera de palisandro, el sillón de lectura con reposapiés perfecto del que Billy Wilder disfrutó del primer prototipo— ya era cara cuando se puso a la venta hace 60 años: 400 dólares. Hoy cuesta alrededor de 6.000.
Quién sabe, quizás en este momento no estarían trabajando con materiales tan exquisitos y, muy probablemente, diseñarían para Ikea, pero lo que resulta casi una certeza sería su decepción por el hecho de ser recordados casi exclusivamente por sus muebles. Charles y Ray Eames eran, literalmente, dos cabezas que no paraban. Las de los dos, aunque tantos se hayan empeñado en atribuírle más peso a él, obviando, por ejemplo, su nulo sentido del color. Sin Ray, el mundo entero de los Eames probablemente sería en blanco y negro.
Además de sillas, mesas y armarios cuyas cajas se convertían en casas de cartón para que jugaran los niños, los Eames trabajaron casi cualquier formato capaz de transmitir una idea visualmente. Diseñaron casas; las primeras la suya y la de un amigo soltero, clara inspiración para el piso neoyorkino del Don Draper de Mad Men. Hicieron películas publicitarias para empresas que no lograban hacer entender a la gente para qué demonios servían: enseñaron a los clientes de IBM a aceptar los ordenadores sin miedo a que les quitaran el trabajo y a los de Alcoa a asumir que el alumninio les rodeaba. Explicaron en ‘Powers of ten’, un corto proyectado en aulas de medio mundo, cómo funcionan las escalas y hasta enseñaron a los soviéticos, en su terreno y en plena guerra fría, cómo era Estados Unidos, con planos y más planos de autovías y aspiradoras. Cuentan que a Kruschev, al acabar la proyección en Moscú con la imagen de ramilletes de nomeolvides, la flor de la amistad, le rodaban lagrimones mejillas abajo. Con su firma, hasta la propaganda podía conmover al público más reacio.

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