A Jesús Soengas Guerra

Puedo decir que he conseguido sobrevivir al primer año sin ti. No sin esfuerzo. Es más, debo reconocer que me costó lo mío acostumbrarme a tu ausencia. Vivir sin un amigo tan importante como lo puede llegar a ser un abuelo requiere mucha fuerza de voluntad para no echarte a llorar por las esquinas. Me enorgullece haber podido compartir contigo veintitrés años de mi vida, caminando por ella en tu compañía.

Son muchos los recuerdos que tengo de ti. Aunque echo de menos aquellos ratos que pasábamos juntos en los que me contabas un sinfín de historietas de cuando tú eras joven. A decir verdad, para ti cualquier lugar y momento eran apropiados para hacerme soñar. Las contabas con tanta viveza que, incluso, me daba la sensación de haber estado allí presenciando todas y cada una de ellas. De alguna manera me hacías viajar en el tiempo a épocas en las que yo todavía no había nacido. Me hiciste partícipe de tus temores, de tus sufrimientos, de tus alegrías; vamos, de todo. Incluso de tus amoríos. Nada en la vida me gustó más de ti que tu magia contando tus peripecias amorosas. Me encantaba escucharte hablar de ello, de cómo conociste a mi abuela y, también, de tu larga lista de amores antes de ella. De hecho, creo haber sentido, en esos momentos de magia, lo mismo que tú sentías por entonces: tus suspiros por el amor no correspondido o por el amor prohibido, tu felicidad en los encuentros a escondidas, tus noches de angustia pensando en el amor de turno… Confieso que alguna que otra vez un nudo en la garganta se apoderó de mí ante el temor de que te pillasen haciendo de las tuyas para ver a alguna pretendienta. Jamás olvidaré esa mirada tan tuya que ponías cuando me hablabas de tus amoríos. Todavía recuerdo al dedillo todos tus consejos sobre el amor. Daría lo que fuera por vivir de nuevo aquellos instantes en los que me enseñabas la letra de las canciones de amor que más te gustaban. Es inevitable no acordarme de ti cada vez que escucho tocar a una banda de música, sea cual sea la canción. Por no hablar, además, del servicio militar, el cual te dio un puñado de anécdotas para contar a los tuyos.

Dice el refrán que quien tiene un amigo tiene un tesoro. Pero yo añado que si ese amigo es un abuelo y, además, tiene uno la oportunidad en la vida de disfrutar muchos años de él, día a día, se puede considerar el más afortunado del mundo. A mi juicio, no hay dinero en este mundo que pague los felices momentos vividos con la persona que te cría, que te regaña en las travesuras, que te premia en los esfuerzos, que te consuela en los momentos bajos, que celebra contigo los triunfos y que te mima bajo el manto de la ternura.

Fueron muchas las cosas que me enseñaste que, aunque en aquellos momentos me pudiesen parecer insignificantes, ahora que no te tengo cobran toda importancia. Me enseñaste a montar en bicicleta, a jugar a las cartas y al dominó, me llevaste siempre al colegio y, sobre todo, me transmitiste tu pasión por la ganadería y la agricultura. Fueron tantas las cosas que me resultaría imposible nombrarlas todas. Simplemente me queda decirte, nuevamente desde aquí, gracias. 

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