''Yo no hago nada''

NOS PASAMOS la vida haciendo cosas que, algún tiempo después, descubrimos con relativa sorpresa que no hicimos. Es desolador. Si no hay nada en contra de incurrir en contradicciones, diré que también es confortante. Algunas de las cosas que suceden, en cierto sentido, no pasan nunca. Ya sé que no se entiende. José Ángel Valente lo exponía incluso más crípticamente, y con mayor belleza, cuando escribió «El solo encuentro en el que nunca/nada podría al fin haber pasado./La posibilidad de todo./Y esa oscura carencia/de hechos y de días/borraba, más real,/la ficticia hilazón/de tu biografía».

En literatura resulta común, esplendoroso y triste escribir durante semanas, encerrado en tu mierda de casa, sin probar una gota de agua, mientras sueñas que al fin tienes entre manos algo que pondrá el mundo patas arriba, y abrirá una época, con un nuevo abismo. Experimentas una agradable emoción cuando finalizas el trabajo y te quedas con los brazos cruzados mirando tu obra, con un gesto sabio, casi abstracto. Sospechas que nunca más escribirás nada parecido, que lleva fuego dentro, y que si lees con intensidad puede arder como una zarza, sin consumirse. Hay una voz, dentro del texto, que bien podría provenir de los cimientos, o aun de más abajo, de un abajo que produce escalofríos. Qué hijo de puta, te dices a ti mismo, con admiración.

Lamentablemente, cuando dejas pasar algunos días -que tal vez puedas aprovechar para retomar el agua de nuevo-, y después relees un par de veces lo que has escrito, lo rompes y lo arrojas a la basura con hastío, casi asco. Se trata de una operación fulgurante y feliz. La destrucción, al fin y al cabo, constituye una fase más del proceso creativo, no exenta de vértigo.

Existen pocas cosas tan seguras como que ese texto carece de valor. De pronto, todo cobra un penoso sentido, y le das la razón a Ernest Hemingway cuando afirmaba que «la primera versión de algo siempre es una mierda». Te deshaces de las pruebas, aunque sin despreciar el esplendor que desprende el cubo de la basura. Rafael Morales le consagró un soneto, con un par de estrofas consoladoras: «Cada cosa que encierras, cada cosa/tuvo esplendor, acaso hasta hermosura./Aquí de una naranja se aventura/su delicada cinta leve y rosa./Aquí de una manzana verde y fría/un resto llora zumo delicado/entre un polvo que nubla su agonía».

A menudo haces cosas sin parar y, cuando te das cuenta, no has hecho nada. Sigue sin entenderse, supongo. Tal vez nos ayude a avanzar si menciono el deplorable día que me decidí a preparar las oposiciones a profesor de filosofía. No tenía nada que perder. Ni siquiera el dinero con el que compré los temarios, que extraje de los ahorros de mis padres. Inesperadamente, tuve clarísimo que deseaba ser profesor de instituto. Por desgracia, los tomos tardaron quince días en llegar. En ese ínterin, vi con una nitidez milagrosa que, en realidad, deseaba tomarme un año sabático para escribir una novela. La posibilidad de aprobar una oposición, y que la vida se volviese una balsa de aceite, me espeluznaba. En resumen, había hecho cosas -tomar el pelo a mis padres, comprar unos temarios que ni siquiera saqué de la caja …- pero en el fondo no había hecho nada. La vida avanza así, rehaciendo tus decisiones, incluso negando tus hechos.

Durante un tiempo yo admiré, pongamos que parcialmente, a un compañero del instituto con el que coincidí en tercero de BUP. Era calvo a los dieciséis años, liaba unos porros perfectos, de gran calado, y cada vez que le preguntabas qué hacía, el tipo siempre respondía «yo no hago nada». La frase, de enorme vigor interno, sonaba igual que «yo escribí los sonetos de Shakespeare». La forma de no hacer cosas era ya en sí una ocupación soberbia. Yo no admiraba su calvicie, ni siquiera sus canutos estilosos, pero sí aquella respuesta, que equivalía a una nana para dormir. Te quedabas maravillado ante el modo en que aquel compañero -no recuerdo su nombre- restaba cualquier mérito a las personas de acción, que se pasaban el día acometiendo empresas, y que tras su frase te parecían poco menos que unos imbéciles.

Había en aquella manera de negar el verbo ‘hacer’ una profesionalidad intachable. A mis ojos adolescentes delataba una clase que provenía de la cuna; o se nacía con ella, o nada. Un escalón por debajo, incluso varios escalones, se encuentran esos otros individuos que hacen «poca cosa». No hay que despreciarlos. Formamos los bajos fondos sin los que no existirían los altos. Nos parece que se vive bastante bien escribiendo una columna aquí y un librito allá. Es decir, poca cosa. Más de eso creemos que es adentrarse en la temeridad.

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