Volvemos a vernos, cabrones

ME OLVIDO ENSEGUIDA de los veranos que acaban bien. Los finales tristes, en cambio, perduran, y cuando tiempo después los recuerdas, adquieren enseguida el sabor inconfundible de la prosperidad. En la pandilla siempre estamos rescatando el verano de 1995, cuando Miguel estuvo dos meses rehuyendo el alcohol, como si fuese malo, para seducir a Ana Garay. Sacrificaba la chispa al aplomo y la seriedad, dos cualidades que ella valoraba por encima de todo. Yo había intentado enrollarme con la chavala un par de veces, sin éxito. En la última, para dejar claro que me aborrecía, me dijo con una despectiva tranquilidad: «Me gustan los chicos que saben divertirse sin beber». Pues yo soy el tal, pensé para mis adentros, mientras asentía con un cinismo copiado de Philip Marlowe. Se lo conté a Miguel, que preguntó con intriga «¿ah, sí?» y apuró su último whisky con cola antes de abominar el alcohol, de repente. No le sirvió de nada. Ana lo ignoró todo el verano, como si fuesen novios de verdad. En un gesto suicida, el último sábado de agosto mi amigo bebió diez cubatas y se sacudió todos los fracasos. Al día siguiente, reunidos en una terraza para contemplar en silencio la resaca, y seguir bebiendo, nos contó apesadumbrado que a última hora se había acostado con la madre de Ana. «No sé cómo pasó», alegó. Fue a la vez horrible y fascinante.

El verano es un estado leve de felicidad que se rompe al final, con dramatismo, para que nos quede grabado. Cuando transcurren los años, observas que la felicidad equivalió precisamente al drama. Existe un minuto centelleante a partir del cual todo lo horrible se vuelve divertido. Dean Martin disponía de una broma arriesgada, casi fúnebre, que usaba en santiamenes de crisis, cuando nadie en sus espectáculos se reía: «¿Por qué no subes al escenario y matas a alguien?», le proponía a alguno de los capos mafiosos que acudía a sus shows en Las Vegas. Y el público se tronchaba automáticamente, aunque solo fuese motivado por el nerviosismo. No hay como flirtear con el melodrama para sobrecogerse y aplaudir.

Tal vez proporcione tranquilidad saber que algo irá mal después de una dicha exagerada y monótona. En ‘Últimas tardes con Teresa’, cuando es ya inevitable que Manolo Reyes, el Pijoaparte, y Teresa Serrat se enamoren, te pasas el romance esperando ese segundo -justo al final del verano- en que el destino resquebraja el amor entre un pobre y una señorita. El temor a que sea imposible la relación se verifica de la manera más inesperada, cuando Manolo roba una Ducati para ir a ver a Teresa a su villa de veraneo en Blanes y dos guardias en Sangla le dan el alto. Con voz seca y cortante, uno le dirige un breve discurso al Pijoaparte: «Documentación». Entonces, las desgracias se desencadenan y la novela se vuelve enorme y feliz.

El fin del verano no significa más que ese instante que todos esperamos, mientras nos decimos «ojalá no llegue nunca», para cubrirnos las espaldas. En mi familia nunca hablamos de agosto del 89. Es tabú. Niños, abuelos, tíos -mi padre tuvo el buen gusto de quedarse en casa- nos subimos a los coches y nos dirigimos a Puebla de Sanabria. Todo siguió los tristes cauces de la alegría y la calma, hasta que entramos en el casco histórico. Era media tarde. Enfilamos por una calle estrecha, y al llegar casi al final, apareció un coche de frente, que se negó a dar marcha unos metros atrás para cedernos el paso. Nos entendíamos con los cláxones más o menos bien, aunque sin alcanzar acuerdos. Uno de mis parientes lejanos decidió apagar el coche y bajarse. Yo tenía trece años, y desde mi asiento distinguí cómo se acercaba al automóvil que tenía delante, intercambiaba unas palabras mudas con el conductor, educadamente, y de pronto lo agarraba de las solapas y lo sacaba del vehículo por la ventanilla, con malos modos. La batalla fue infantil y campal. Tengo recuerdos sólidos de mi abuela rodando por el suelo, mi abuelo lanzando puñetazos al aire, yo perdido entre la montonera, preguntándome qué tenía que hacer, mi madre llorando… La pelea se sofocó por falta de combatividad y cansancio, mientras los contendientes se lanzaban de lejos miradas antiguas y frías que prometían «volveremos a vernos, cabrones». Faltaba el momento tragicómico, ese en que mi tío regresa al coche y no encuentra las llaves. Busca en todas partes, y nada. «¿A que se me cayeron en el coche del hijoputa ese?», bosquejó una aprensión ancestral. Tenía la manía de guardar cosas en los bolsillos de las camisas, y al sacar al conductor por la ventanilla, las había perdido. Existen pocos finales de verano tan célebres como el suyo, acercándose al fulano después de la pelea y, como si el pasado no hubiese pasado, preguntar: «¿No tendrás las llaves de mi coche por ahí, amigo?».

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