Viaje a la hemeroteca

LA HEMEROTECA es un sitio al que duele volver. En el catálogo de errores que se despliega cuando hago ese viaje, los ortográficos son como hijos asesinos. Hijos parricidas. Me matan lentamente.

Hay un fenómeno que se vive a diario. Abres un libro cualquiera en una página cualquiera y, si hay un error, salta entre las culebrillas de tinta como si tuviera un resorte. Sin excepción: estoy aquí, en la página 43 del libro, me guardas en la estantería y sigo aquí, quemándote. Cierras la puerta de casa como si dejaras atrás oscuros secretos.

Vas a trabajar, escribes tus cosas y, al día siguiente, tus propios errores te guiñan el ojo desde las páginas impresas del periódico. Te gritan desde ellas: aquí estamos, todos nos ven. Los errores de los periódicos tienen las mismas ínfulas que los concursantes de cualquier reality: creen que se muestran con toda España por testigo.

De ahí van a la hemeroteca, donde sobreviven incandescentes esperando tu regreso. Y vuelves y, como si no hubieran pasado meses o años, te gritan a todo pulmón, rejuvenecidos por tu presencia, dolorosos como siempre. Sientes vergüenza, presente y retrospectiva y, abrumado por ella, clavas las rodillas, agarras un puñado de tierra, alzas el brazo hacia el cielo y a Dios pones por testigo, de que no volverá a pasar. Ja.

La excursión a la hemeroteca del pasado más lejano es siempre un placer. Ningún error es tuyo y los de los demás se perdonan todos. Lugo era minúsculo y sus noticias, fantásticas. Los periodistas escribían sobre cualquier cosa: el estreno de una película que no se pueden perder, el acierto del Círculo al contratar a una brillante artista, el viaje del señor nosecuantos a la capital de España, como quien se va al andén de la estación de tren un día cualquiera para llenar dos páginas del periódico... pocas faltas y ni rastro de lenguaje políticamente correcto. En los días de placidez provinciana, que debían de ser abrumadora mayoría, siempre cae algún suelto admitiendo la obviedad: el día anterior no había pasado nada, un día tranquilo en el que la gente paseó arriba y abajo por la Plaza de España, con llovizna a media tarde. La gente compraba el periódico para que le contara que el día anterior había sido un aburrimiento.

En esa hemeroteca que retrocede tantas décadas hay la paz que dan las erratas de antepasados remotos, que ya no afectan, y también la de la despreocupación tecnológica. No estaba internet bullendo mientras dedicaban parte de la tarde a contar la nada. Ahora sí y no solo decide qué es noticia cada cinco segundos sino que, además, da la posibilidad de eliminar casi sin rastro todas las erratas. Que no causen más daño.

Claro que hay tecnologías y tecnologías. Algunas sí guardan en su interior, intacto, el recordatorio del error. Yo misma tengo mis erratas no solo por escrito, también grabadas. La cosa es así. Entre los trabajos ridículos con los que gané un dinerillo extra mientras viví en China se encuentra mi jornada como voz de diccionario. Fui para sustituir a otra persona que estaba enferma en la grabación de un diccionario electrónico chino-español, uno de esos en los que pulsas una palabra y suena en una grabación cómo se pronuncia.

Me extrañó que estuvieran dispuestos a cambiar cuando ya habían empezado a grabar, pero a los que mandaban no parecía importarles el detalle: mientras fuera una voz femenina y con el español como lengua materna les valía. El estudio de grabación era una cosa seria y, cuando llegué, me contaron que ya habían acabado con la parte china, la española estaba aún en la A. Me dieron la lista de palabras; sustantivos con su respectivo artículo para que los usuarios supieran cómo se pronunciaba siendo de uno u otro género. Comprobé horrorizada que pensaban que todos los nombres en español tenían ambos, de forma que al lado de ‘la autopista’ estaba escrito para su lectura ‘el autopisto’. Y olé.

Mis explicaciones sobre cómo autopista es siempre femenino no les valieron. «¿Qué pasa si se quiere usar en masculino?», me preguntaban, como si hubiese esa opción. Me reclamaron que no fuese tan pejiguera y la persona que me había pedido el favor de sustituir a la trabajadora enferma me suplicaba con la mirada que dejara de dar por saco y leyera.

Y lo hice. Recibí una paga milagrosa por solo unas horas de lectura en alto y una oferta para volver a seguir leyendo otras letras. Mejor no, les dije. Ya es bastante duro pensar que alguien puede estar ahora pulsando el botón de su diccionario y escuchándome decir ‘la aburrimienta’ como para tener que cargar también con la cruz de ‘el vergüenzo’ o ‘el zozobro’.

(Publicado en la edición impresa el 22 de noviembre de 2014)

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