Viajar a Coruña para llegar a París

"Aporreó la cabina del maquinista y, en cuanto lo tuvo delante, empezó a acribillarle con una ráfaga de quejas. Parecía imposible que hace apenas dos minutos esa misma persona transmitiese la serenidad de una estatua de Santa Teresa"

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VI SUS CARAS y supe que me había equivocado. Aquellos no eran los pasajeros del tren que llevo cogiendo seis años. Jadeando tras una carrera desde el aparcamiento, pregunté: 'No va a Coruña, ¿verdad?'. Alguien negó con la cabeza. Al momento, me di la vuelta para salir de allí, pero las puertas se cerraron en mis narices. Mi joder fue tan sonoro que un niño pegó un respingo en su asiento. "A Ourense", susurró el chaval, mientras yo pulsaba como un idiota el botón verde de Apertura.

Pese a mi fama de distraído, esta vez Kurt tuvo la culpa. El temporal con nombre de rottweiller que puso Galicia patas arriba había inutilizado varias vías, obligando a cambiar los andenes habituales. Mis prisas hicieron el resto. Así acabé cruzando Galicia en la dirección equivocada, sin sospechar que, pese a todo, me esperaba una tarde sorprendente.

El temporal había convertido aquel viernes en el Black Friday de Renfe, crispando a viajeros y trabajadores. Esa misma mañana, había sido testigo de un conato de motín en mi tren de las ocho. Algunos pasajeros, tras cuarenta minutos parados y sin explicación, estuvieron a punto de llegar a las manos con el maquinista. Me asombró comprobar la facilidad con la que personas que esperaban cívicamente, leyendo el periódico, escuchando música o dormitando, se convertían en una turba dispuesta al linchamiento.

La chispa fue una pasajera sentada dos filas más adelante, una mujer que reposaba con los ojos cerrados y esa expresión beatífica del sueño de los trenes, sin que ninguno de nosotros adivinásemos la tormenta que se formaba en su interior. De repente, despertó y sus facciones cambiaron. Se levantó resoplando, avanzando por el pasillo como un miura por la calle Estafeta. Aporreó la cabina del maquinista y, en cuanto lo tuvo delante, empezó a acribillarle con una ráfaga de quejas, reprochándole la desvergüenza de Renfe por mantenerles encerrados sin información. Parecía imposible que hace apenas dos minutos esa misma persona transmitiese la serenidad de una estatua de Santa Teresa. Alarmado por el jaleo, el revisor llegó corriendo en auxilio de su compañero. Aquella furiosa pasajera había desatado una ola de indignación, levantando de sus asientos a viajeros desde la locomotora al vagón de cola.

Entrecortadamente, revisor y maquinista se afanaban por explicar que un árbol había caído sobre la vía y que llevaría media hora retirarlo. El miura les miró fijamente, dudando si creerles o embestirlos, resopló y volvió a su asiento. En cuanto cerró los ojos, la mujer recuperó las facciones angelicales. Tras ella, el resto se calmó, sentándose y llamando cada uno a su oficina para excusar un retraso inevitable. Aplacado el levantamiento, una sensación de alivio y cierta ligereza se apoderó de todo el vagón, como si cualquier motivo de preocupación se hubiese disipado y todos estuviesen dispuestos a disfrutar con el mejor ánimo de un tiempo de recreo.

Cuatro personas sentadas cerca de mí, por ejemplo, se enfrascaron en una entretenida charla sobre Polonia y terminaron intercambiando sus correos electrónicos. Uno de ellos, un joven profesor universitario, había disfrutado de una estancia en Varsovia y otra pasajera planeaba ir de viaje en verano. Además, descubrieron que habían compartido un jefe en el pasado, alguien a quien detestaban por igual, lo que les dio pie a todo tipo de recuerdos desternillantes. "No está mal empezar la mañana con gente tan maja", se despidió el profesor al bajarse en Santiago. La gentileza del hombre me hizo sonreír, recordando que hace apenas media hora habría estrangulado a sangre fría al revisor con su bufanda de cuadros escoceses.

Con la imagen del maquinista aterrorizado en mi cabeza, imaginé que no sería el mejor día para pedir comprensión a nadie con uniforme de Renfe. Pese a todo, ensayé mi mirada de cordero degollado y me dispuse a contar mi equivocación al revisor del Santiago-Ourense, confiando en que entendiese que mi billete era para Coruña y no me hiciese pagar uno nuevo. Al verme avanzar hacia él sonrió, con esa seguridad que da saberse el sheriff del tren. 'Cortesía de Renfe', me dijo extendiéndome un ticket. Había sido testigo de mi escena y decidió apiadarse. Golpeándome el hombro, me informó de que el tren llegaría a Ourense a las cuatro y el siguiente a Coruña saldría a las seis.

Hundiéndome en el asiento, noté que traía un libro en el bolsillo del anorak. Sonreí al recordar cuál era: El pensamiento vivo de Seneca de María Zambrano. Quizá unas lecciones de estoicismo parecían lo adecuado para sobrellevar la tarde. Funcionó. Pese a la adrenalina segregada, un par de páginas me sumergieron en una siesta profunda y babeante. Afortunadamente, el niño asustadizo me despertó a punto de llegar. Aquel on-off me había repuesto el ánimo. Dudé entre llamar a mis padres, que viven en Ourense, o regalarme una comida compensatoria. Eran las cuatro, me sentía hambriento y disponía de una razón para darme un festín. De pronto, la idea de un cocido para sobrellevar los vientos huracanados de Kurt me pareció de lo más razonable.

Saliendo de Renfe me detuve un momento en el kiosko de la estación para preguntar por un restaurante que diese comidas a esas horas. Mientras aguardaba a que me atendiesen, me entretuve revisando novelas a la venta: María Dueñas, Dolores Redondo, Megan Maxwell y horrores peores. Entre ellas, descubrí un librito de poco más de cien páginas: Un pedigrí de Patrick Modiano. Lo compré. Al fin y al cabo, la inesperada amabilidad del revisor, la siesta reparadora y la suculenta imagen de un cocido maridaban mal con el estoicismo de Séneca.

No servían cocido los viernes, pero Elvira —dueña, camarera y cocinera del Marín— me ofreció un sabroso guiso de rape. Afuera diluviaba. Tenía todo el comedor para mí y dos horas por delante. Patrick Modiano y su fabulosa biografía, llena de astutos malhechores y nobles prostitutas en el París de la Ocupación, resultó una compañía inmejorable. El colofón llegaría con el postre. Elvira apareció con un esponjosa tarta de queso al horno que me hizo pensar que había cogido un tren equivocado para llegar al destino correcto. Solo en aquel comedor de madera y manteles blancos, con la televisión en silencio y Kurt aullando fuera, pensé que las seis de la tarde sería quizá demasiado pronto para abandonar París y regresar a casa.

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