Unidad y libertad

AUNQUE REFERIDA a la doctrina católica, la máxima de San Agustín «unidad en lo necesario, libertad en lo opinable y caridad en todo» encierra una gran sabiduría, y cabe aplicarla a cualquier sociedad u organización.

Francamente, en estos últimos tiempos, parece que la sociedad española tiene dificultad para determinar qué es lo necesario, y por tanto aquello que requiere unidad. Y lo que es más inquietante, puede que en demasiadas ocasiones se anteponga mucho de lo que es opinable a lo necesario, generándose así confusión, por supuesto, pero también desorden, porque si no tenemos seguridad y certeza de lo necesario y de la unidad que en torno a ello se debe concitar, mal puede cohesionarse y avanzar nuestra colectividad política de modo seguro.

Si a ello añadimos que la caridad o si lo prefieren, la generosidad que es muestra de aquella, no abunda en las actitudes tanto como es conveniente a la convivencia, tenemos que temer una etapa difícil.

Porque todo edificio social requiere unos mínimos puntos de encuentro comúnmente aceptados. Si no, fallan los pilares y se desmorona y arruina, o al menos se deteriora gravemente la estructura de aquel. Hay que convenir que hoy es difícil afirmar entre nosotros un razonable, mínimo pero suficiente y generalmente admitido repertorio de lo que se ha de entender como necesario o esencial, en orden a conocer con certeza en que es en lo que estamos acordes y cómo y en qué términos se somete a discusión. «La Ley -escribió Gumersindo de Azcárate- debe ser ciegamente respetada y libremente discutida». Incluso esa fórmula no entraña someter todo a debate y obviar la observancia de lo que debe ser acatado.

Que casi todo parece cambiar no es algo que suceda hoy y no ocurriera igual ayer. Ya Lampedusa lo trajo a colación y puso en boca del Príncipe de Salina en su inmortal novela ‘El gatopardo’ la desencantada reflexión de que «algo tiene que cambiar para que todo siga igual». Probablemente, lo que sucede en la realidad es algo mucho más vivo y menos desesperanzado y fatalista que lo que así expresó el ilustre escritor siciliano. Cada generación enlaza en parte con la que le precede pero con su existencia marca sus propios acentos, y avanza. Claro que evoluciona siempre, ese es el testimonio y el legado de haber vivido, de haber pasado por la vida. Pero algo debe permanecer en el núcleo vital para que no se quiebren las referencias, y estas no pueden sustituirse caprichosamente por otras nuevas, ni cabe alternar lo trascendente con lo que no lo es.

Fatiga escuchar tanta frivolidad con pretensiones de categoría. Nunca se ha escrito tanto como hoy, o acaso mejor dicho, nunca se ha publicado tanto. Pero, qué fácil es comprar por un euro libros que se vendieron inicialmente por veinticinco. Me dirán Uds. que son excesos de edición, pero lo cierto es que mucho de lo que se publica se encuentra barato en las librerías de viejo, pero siempre por lo que vale algo nos piden más de un euro. No todo es lo mismo.

En 1977 nuestro país inició una etapa nueva. Parecía que habíamos superado la confusión y que en lo esencial había un acuerdo suficiente, una razonable unidad. Treinta y cinco años después, la sensación, esa es al menos mi percepción, es que la fuerza centrífuga que anima en demasiados, pudiera poner en cuestión lo que es necesario para seguir conviviendo, para coexistir, para entenderse si, pero también para mejorar, para perseguir nuevos horizontes.

Se ofrecen auténticas ucronías que pretenden erigirse como algo real, o se aceptan incluso como buenas lo que son solo lamentables distopías.

No importa, porque la verdad triunfa por sí misma, y porque al final, lo necesario se revela como tal, y lo que no lo es vuelve a su lugar accesorio. Pero cuanto tiempo y cuanta energía perdidos. Eso será lo que estimo que lamentaremos.

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