Unas alegres truchas

'Viaje en autobús', del genial Josep Pla, cuenta con una preciosa edición de la Fundación Wellington. Conozco sólo otras dos ediciones de este libro. Ambas, en Destino, como es norma en la obra del ampurdanés. Una con tapa dura y otra en Destinolibro, que viene a ser la versión de bolsillo. Estarán por algún estante de aquella vieja casa de Santa María de Viduido.

Pla, a pesar de proyectarse como el payés que se queda en el pueblo, fue un gran viajero y un extraordinario escritor de viajes. 'Viaje a Israel', por ejemplo. Pla fue cronista de un mundo casi siempre agitado o al filo de enfrentarse, la Europa de entreguerras o el Madrid de la República. Mundos por los que quiso transitar. Es amplia la crónica viajera de quien en la casa donde nació, hoy sede de la Fundació Josep Pla, en Palafrugell, exponen como un fetiche una gastada maleta cubierta de pegatinas de mil viajes, como uno de los símbolos definidores del propio escritor.

O es en este "Viaje en autobús" o en "El que hem menjat", tampoco lo vamos a comprobar que la crónica ha de fluir libre, donde Pla habla de las truchas que come en una pensión, ya en la montaña. Las truchas han de ser de las tierras altas, de donde las aguas transparentes y cristalinas corren frías, rápidas y producen música con las piedras. Esa es la memoria que yo guardo del autor del 'Cuaderno Gris'.

Un amigo me recordó el otro día que estábamos en tiempo de truchas y que había que quedar para dar cuenta de ellas, con algo de lechuga y una tortilla de patatas con huevos de corral para cerrar el banquete. Tinto de Chantada o un blanco Terras Gauda, para acompañar. El amigo vive en tierras altas de Galicia, donde las aguas se dividen hacia la ría de Betanzos, unas como las del Mandeo, y otras, como las del Tambre y el Ulla, con sus afluentes, hacia Noia y Padrón. Por eso recordé a Pla y por eso dije que había que aceptar la invitación con profunda gratitud.

No quisiera provocar ni escandalizar pero como no soy pescador por falta de arte y paciencia, no me va a preocupar que las truchas que comamos se hayan comprado a algún pescador. Sólo pido que se pesquen con buen arte, sin trampas.

Como sigan así, con las prohibiciones de las transacciones comerciales, no volveremos a comer una trucha que no sea de piscifactoría. De la becada un amable lector me avisó de que no puede servirse en un restaurante. Algún buen cazador me hace llegar una muestra de becadas al inicio de la temporada. Pero en la sección truchera sólo me queda la invitación para participar en un almuerzo o cena que seguramente es de clandestinidad.

Tendría que haber otras vías para limitar o controlar el número de piezas que salen de los ríos sin impedir que quienes no practicamos el deporte o la afición nos quedemos en ayunas. Revindico, por tanto, el sagrado derecho a comer truchas de río, al menos una vez al año. Si hay que pagar, se paga.

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