Una vida por otra

LA SEMANA pasada la pasé dejando caer la mandíbula un centímetro diario gracias a las peripecias de A.G.M, el hombre de 53 años que, según parece, lleva unos 25 haciéndose pasar por médico con solo tres asignaturas de la carrera aprobadas. No, me corrijo, no se hizo pasar, ejerció como médico gran parte de ese tiempo. Esta fue una de esas noticias que se van conociendo como el proceso de pelar una cebolla, a la desesperante velocidad de una capa por día. Primero qué hizo, después cómo lo pillaron, más tarde que ya lo había hecho antes y ya lo habían pillado entonces... una agonía de goteo informativo cuando lo único que yo querría saber es por qué y cómo empezó todo. Qué ocurrió para que en la creativa cabeza de este hombre un plan así empezara a tomar forma, cómo empezó a rodar la bolita de nieve que acabaría convirtiéndose en alud. Yo entrevisto a A.G.M. Y le hago una sola pregunta en bucle: ¿por qué? ¿por qué? A gritos se lo preguntaría.

Me fascinan los impostores. Me repelen las consecuencias de sus acciones, claro: la decepción de los que confían en ellos, los errores que cometen por atreverse sin saber y los efectos que tienen sobre los inocentes, las grietas que dejan en evidencia las debilidades de los mecanismos de control y que vuelven a aparecer, año tras año. Y pese a todo, me absorben sus andanzas y me pesan por dentro las preguntas que les haría para aliviar mi entregada curiosidad por una vida que, entre todas las vidas complicadas, jamás sería capaz de llevar. Moriría de estrés. Si solo sabiendo de ellos me entra una considerable angustia -una muy parecida a aquella de la que disfrutan los amantes de las películas de terror, que sufren pero no pueden apartar la mirada- imagínense viviendo así. A la primera persona que expresara una ligerísima duda sobre mi identidad acabaría confesándoselo todo a lágrima viva. Una vergüenza para la impostura profesional sería yo. Porque eso es lo que acaba siendo, desde luego, una profesión, una vida entera. Probablemente, A.G.M. volvió a trabajar como médico después de su condena a tres años de prisión por eso mismo, porque no sabía hacer otra cosa. Los impostores se topan con mil ocasiones para cambiar y dejar su vida atrás y no lo hacen; es más, generalmente en esas encrucijadas tienden a dar un paso adelante.

Frank Abagnale pasó su juventud dando esos saltos de gigante entre todas las vidas que le seducían: fue médico, fue piloto, fue abogado, fue profesor universitario, todo antes de los 21 años. No dijo que lo era, lo fue. Realmente voló y tomó los mandos de un avión (dice que lo hizo porque quería volar a muchos países, pues claro), realmente vio a niños enfermos como presunto pediatra y eludió ser pillado en varias ocasiones. Tras pasar por la cárcel, hoy es consultor para el FBI. Leonardo di Caprio le puso cara en una película dirigida por Spielberg y él prestó la suya para interpretar a uno de los agentes que le dan caza en Francia.

Frederic Bourdin es otro impostor legendario que me tiene impresionada. Siendo adulto, castaño y de ojos marrones y francés se hizo pasar por un adolescente desaparecido unos años antes, rubio, de ojos azules y estadounidense. Vivió con su supuesta familia de Texas varios meses, fue al instituto, se echó novieta, volvió a jugar al baloncesto con amigos del pasado hasta que un detective privado empezó a sospechar de él. Mientras, embarcó al FBI en una investigación sobre una supuesta red internacional de secuestro y prostitución infantil porque dijo que eso fue lo que le alejó de su hogar. Después de cumplir condena en Estados Unidos volvió a Francia y empezó de nuevo, también lo intentó en España. Era un impostor realmente internacional.

Aunque hay personajes curiosísimos -como Lustig que pretendió ser un funcionario del gobierno para licitar el desguace en chatarra de la torre Eiffel y, al salirle bien, lo intentó de nuevo- el primero al que siempre recuerdo cuando co- nozco un nuevo impostor es Jean Claude Romand. Quizás no me resultara tan sumamente sobrecogedora su historia si no la hubiera escrito Emma- nuel Carrère en ‘El adversario’. Escribe tan bien que si me contara la vida de un pescador con mosca, afición que en principio no me despierta especial interés, puede que me fascinase igualmente.

Romand se hizo pasar durante años por un médico de la OMS. No se presentó a un examen de la carrera de Medicina porque se encontraba desanimado, una cosa llevó a la otra y cuando se quiso dar cuenta se había inventado una vida de humo, estafando a familiares y amigos con el clásico esquema Ponzi y pasando los días en estaciones de servicio desiertas, dentro de su coche. Tenía entre los suyos una sólida reputación de científico volcado con el progreso y hombre bondadoso, cuando, temiendo que le descubrieran, mató a sus padres, mujer e hijos e intentó suicidarse. Solo erró en esto último. La posibilidad de que aquellos que le querían supieran quién era realmente se le hizo insoportable. Cómo vivir otra vida si solo has conocido una.

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