Una llanura fría

Cuando me voy a acostar y allí empieza a amanecer, miro en el móvil la temperatura en Oymiakón

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SIENTO UNA debilidad tan grande como irracional por Mongolia. De los varios fines del mundo que para mí existen —otro sería una gasolinera en medio de Arkansas—, Mongolia y el centro de Siberia son el más evidente. Y esto se junta con la atracción, también un poco extraña, que despiertan en mí los lugares fríos e inhóspitos, con los que siempre me he sentido identificado desde la distancia.

Hace ya tiempo vi El perro mongol, que es una película —no lo adivinarían— mongola, que además transcurre en Mongolia. Me gustó mucho. La protagoniza una familia nómada formada por un matrimonio joven y sus tres hijos, y es una historia sencilla en medio de paisajes preciosos. Se ven campos de hierba interminables, se ve lo rápido que crecen los niños allí —supongo que en cualquier parte menos aquí, en realidad—, y se asombra uno viendo a la niña mayor llevarse un rebaño de ovejas a pastar y regresar a su casa tomando como referencia el pico de una montaña. Y es fácil comprender, además, que Gengis Khan y sus chicos fuesen los portentosos jinetes que eran, al ver que esa niña tiene seis años y hace todo eso a caballo.

Mejor obviar al pobre Ivan Denisovich. Pero Miguel Strogoff, Corto Maltés, Colin Thubron. Los pasajeros del Transiberiano. Dersu Uzala. Yuri Zhivago y Lara Antipova. Todos esperando por mí, ateridos de frío, en el fin del mundo. O tal vez en el centro.

Desde hace ya años, cada noche, cuando me voy a acostar y allí empieza a amanecer, miro en el móvil la temperatura en Oymiakón. Es un pueblo del nordeste de Rusia que tiene el orgullo de ser el lugar habitado del planeta donde se han registrado las temperaturas más bajas, inferiores a -70ºC. Y no es raro que, aunque no llegue a ese récord, ronde los 50 bajo cero. Entonces, mientras me meto en la cama y me tapo, me imagino soledad, inmensos espacios vacíos, naturaleza, silencio y una vida terrible. Me imagino lo que me da la gana, ya que por supuesto jamás he estado allí. Por eso, aunque no tenga sentido, me imagino también a cosacos y pastores mongoles de renos, todos mezclados. Y nieve y coníferas, y gente en tiendas con hogueras, y un viento helado y ululante y la noche interminable alrededor. Y me encanta hacerlo y apagar la luz pensando que vivo en un mundo entero.

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