Una historia cualquiera

FUE VERLO Y sentir irrefrenables deseos de llamar al telefonillo y espetar cual sheriff: ¿Qué está pasando aquí?, que parece una pregunta pero en realidad es un reproche. Hay tanta sospecha en esa frase que, si no pasa nada, el que la recibe se busca enseguidita algo para poder estar a su altura. Pero no lo hice y ahora soy yo la que tiene que imaginar para calmar la incomprensión. Pobre de mí.

Vayamos a los hechos. Es noche cerrada y llueve esa lluvia en spray que solo puede gustar a las plantas tropicales. La calle está desierta y en las máquinas de vending del barrio suena cualquier canción discotequera. En la última modificación de sus escaparates el de comida (por llamarla de alguna forma) ha ganado terreno al del sexo. Fue un proceso lento pero creo que los propietarios lo han pillado: aquí somos más de Doritos Tijuana que de tangas comestibles. No sé qué dice esto de nosotros, pero algo dice seguro. Ahora la comida basura ocupa casi todo y los preservativos, vibradores y demás parafernalia un par de anaqueles.

Estoy en el coche de charleta con un amigo que me ha traído a casa cuando de un portal, dos casas más allá del edificio de las máquinas, sale un hombre joven. Es un gitano repeinado que parece haber sido tragado y escupido por una novela inglesa que transcurre en la campiña: lleva una bata de invierno recién planchada, pijama de rayas y pantuflas de cuadros. Enseguida se agarra las solapas de la bata como si eso fuera servir para algo frente a los elementos y se encamina hacia las máquinas poniendo cara de circunstancias por haber tenido que abandonar una deliciosa novela y un jerez en el salón con chimenea y a su amada, en el sedoso embozo de una alcoba.

Pero no. Su amada se asoma a la ventana en ese preciso instante y no lleva un camisón de puntillas, sino uno de esos chándales de felpa color rosa que, muy probablemente, llevan la palabra ‘jugoso’ escrito en el culo. Se recoge el pelo, negro en la raíz y rubio en las puntas, en un moño alto mientras nos observa con cara de ‘no sé qué miráis’.

Miramos, claro, y tanto que miramos. Miramos y también hablamos. Decimos al unísono: «¡Condones!». ¿Por qué otra razón se deja la casa señorial de Lincolnshire en plena noche, en un invierno fumigador de agua? ¿Qué compra alguien en pijama y bata en una máquina de la calle? Preservativos de urgencia.

Si pasas de camino, volviendo de las copas, puedes elegir cacahuetes o una chocolatina. Si abandonas tus aposentos en ropa de cama, no.

Nos quedamos en silencio, nosotros mirando al hombre y su mujer mirándonos a nosotros, mientras del bolsillo de la bata saca las monedas, las introduce parsimoniosamente, teclea el número y se agacha para recoger del cajetín...un botellín de agua mineral. Las mandíbulas nos resbalan y después de mirar al hombre y entre nosotros y al hombre otra vez y de nuevo entre nosotros, nos despedimos en el reconcentrado silencio de la estupefacción.

No vivo desde entonces. Ahí hay una historia y yo no la veo. Y no porque no medite sobre ella (me he repasado todos los productos de la máquina y verdaderamente no podría haber elegido algo más raro) y tampoco porque no practique, que conste. Se supone que tengo el ojo mínimamente entrenado para detectarlas. Cuenta Nora Ephron que, cuando estuvo casada con Carl Bernstein, este escribía columnas semanales para tres grupos de comunicación distintos, de forma que se pasaba el día detectando posibles columnas. Un amigo hacía una observación mínimamente ingeniosa y decía «esto tiene una columna»; el cartero se equivocaba al entregar una carta y, otra vez, el «esto tiene una columna», probaban un nuevo plato y «esto tiene una columna». Diagnosticaba columnas desesperadamente.

Yo encuentro historias con similar frecuencia. Si saliese una mañana ociosa y me dejase arrastrar por los retazos de conversación que me saltan encima al caminar por la calle iría girándome de unos paseantes a otros, siguiéndoles solo para saber cómo sigue su historia. Anochecería y seguiría en estas, sin volver a casa. El gitano más británico, despreciando la depuradora de la red municipal que enorgullece a Orozco, se habría bebido su botellín de agua y yo me lo habría perdido.

Y qué feliz sería. Sin esta losa de incomprensión sobre mis hombros. Ayúndeme a llevarla, se lo ruego.

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