Una fiesta de verdad

ALGUNAS FIESTAS DURAN años, incluso toda la vida, pero esas no son las mejores. He acudido a fiestas maravillosas que reventó la policía local a la media hora de empezar. Pero qué media hora, señores y señoras. Contenía el resto de medias horas de nuestra vida. Cuando coincidimos, a menudo en otra fiesta, los asistentes seguimos hablando de aquellas fiestas, y qué hermosas y garrafales fueron mientras duraron. Existe mucha confusión sobre qué es y qué no es una fiesta inolvidable. Estos días se habla de esa rave valenciana en mitad de la nada que se prolongó cuadro días seguidos. Me da una envidia relativa. No me da envidia en absoluto, de hecho. Para estar una semana borracho, sin descartar el consumo de drogas, prefiero a ese extravagante personaje que protagoniza una de mis escenas preferidas de ‘El gran Gatsby’.

En una de las grandes fiestas que organiza Jay Gatsby en las noches de verano, se nos presenta a un individuo «corpulento, de mediana edad, con gafas enormes y ojos de búho». Pasa por uno de esos personajes predilectos y fugaces que se parece a cualquiera de nosotros. Resulta imposible no tomarle cariño, ya que nos recuerda a un primo de nuestro padre, borrachín, simpático y abandonado por su mujer hace mucho tiempo. Las páginas en que aparece, ese personaje se vuelve un espejo. No llega a la categoría de secundario. Es solo poco más que un extra. Ni siquiera tiene nombre. En mitad de la fiesta, el narrador y una amiga entran en la biblioteca de la mansión huyendo del ruido, y ahí encuentran al tipo de gafas enormes, que les pregunta: «¿Qué les parece?», señalando hacia los libros. «Absolutamente de verdad: tienen páginas y todas esas cosas. Pensé que serían de cartón hueco, resistente. Pero son absolutamente de verdad. Páginas y... fíjense, déjenme que se los muestre».

Después de un intercambio de observaciones sobre cómo ha ido a parar cada uno a la fiesta de Gatsby, el individuo corpulento explica que a él lo arrastró una mujer llamada Roosevelt. «¿No la conocen? Yo la conocí anoche, no sé dónde. Llevo casi una semana borracho y pensé que sentarme un momento en una biblioteca a lo mejor me despejaba». Es mi pasaje mimado, en la serie ininterrumpida de ratos favoritos que esconde ‘El gran Gatsby’.

Existe una modalidad de fiesta en la que te quedarías a vivir toda tu vida, apreciando las palpitaciones del tiempo, y maravillándote de que a cada copa estés más sobrio y lúcido. La juventud es precisamente eso, la borrachera detenida, con vistas a la eternidad. No abundan fiestas así. Contra lo que pueda parecer, en la mayoría de ellas, antes o después sueñas con estar en tu casa, vomitando, tal vez delante de tu madre, incapaz de decepcionarse una vez más.

La fiesta de la que hablo es una forma de hogar, en el que las personas y las bebidas que te rodean son un asunto emocional, como decía Bukowski, algo que te aleja de los estándares de la vida cotidiana, de todo lo que es rutinario. No son la clase de fiestas que pueden planearse para que resulten perfectas. Recuerdo cuando se divorció mi amigo Toño. Era martes y solo hallamos abiertos antros nauseabundos, pero todos nos parecieron la mansión de Jay Gatsby, en Long Island. Allí bebimos matarratas con hielo, que encontramos delicioso. Repetimos. Antes de irnos vomitamos. La noche perfecta. Fue el colofón ideal a un matrimonio feliz durante sus primeros minutos. Muchas parejas fracasan, precisamente, porque caen en el error de hacerlo bien desde el inicio.

Puestos a matizar, sin embargo, mi idea de una fiesta perfecta incluye una piscina y una luz que se prepara para su decadencia. El calor te acaricia mientras se masca la tragedia, aunque sin que ello importe demasiado, como en la novela de Fitzgerald. Esa noche, con la gloria meciéndose sobre nuestras cabezas, observamos a un invitado, que no conocemos de nada, tirarse al agua con ropa de etiqueta. En algunos sitios, a ese fulano tremendista todavía se le llama «notas». Nadie le hace caso. Parece que se ahoga, así que subimos el volumen de la música y continuamos a lo nuestro. No queremos que se nos escape entre los dedos la felicidad. Suponemos que en cualquier momento aquel cuerpo reaccionará con unas brazadas al estilo mariposa y al fin sacará la cabeza para reclamar un albornoz, incluso un bloody mary. Existe un momento, en toda gran fiesta, en que parece que se acaba. Es cuando se hace de día, y aparece el fulano que limpia la piscina. El tipo flipa de cojones. En el agua hay de todo: sillas, botellas, sándwiches, un par de libros, el equipo de música, bikinis, incluso heces. Y claro, también un tipo durmiendo boca arriba, en un flotador, desnudo. Eres tú.

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