Un soñador con los pies en su tierra

José González Villamel es un luchador. Supo superar las sucesivas piedras que se encontró en su camino con buenas ideas y trabajo duro hasta darle forma a Fitoplás: su creación, su patente, su empresa y un invento que ha facilitado el trabajo a miles de profesionales de distintas partes del mundo.
José González Villamel, rodeado de rollos de Fitoplás
photo_camera José González Villamel, rodeado de rollos de Fitoplás

JOSÉ GONZÁLEZ soñaba con ser mecánico. Su padre tenía una vieja camioneta, «un trasto vello que paraba seguido» y que había que arreglar una y otra vez. La ilusión de aquel niño de Bretoña se veía cumplida con un curso de mecánica en A Coruña a los 17 años. «O meu futuro tíñao enfocado», recuerda este emprendedor pastoricense, que ha sido capaz de ir superando los diversos obstáculos que le apartaban de la consecución de sus objetivos hasta materializar Fitoplás, un producto y una empresa que son también un ejemplo de constante superación.

«É un plástico que rompe como se fose papel, que ten carga estática e se pega á superficie», explica José. Fácil, ¿verdad? Pues nadie había pensado en ello hasta que él lo ideó, y después dio todos los pasos necesarios para convertir ese proyecto en una realidad hace ya más de 20 años.

Su futuro en la mecánica se vería truncado con solo 19 años, le explotó una motosierra y las secuelas fueron graves. Se le cerraba una puerta, pero no se rindió: «Daquela non quixen saber nada do da mecánica, pensei que tiña que enfocar a vida por outro lado e busquei algo no que non houbese pezas en movemento». Regresó a A Coruña con la idea de matricularse en un curso de electricidad, pero, por casualidad o por destino, ya no había plazas, así que acabó formándose como pintor.

«Dérannos unha cinta, un rollo de papel e un periódico para tapar e eu pensei, por que non virá todo xunto?» No le dio más importancia y se pasó la siguiente década trabajando en el sector, «barnizando sobre todo». «Era tóxico, cansado e logo de dez anos xa estaba saturado, entón acordeime das clases e da posibilidade de xuntar todo o material e empecei a facer probas para min», recuerda.

Cuando tuvo un primer prototipo visitó una tienda de pintura para ver si su idea podría ser útil y, al comprobar que era así, «xa o tomei en serio». A los 30 años, viajó a Barcelona para intentar comercializarlo y descubrió que tenía gran aceptación, así que montó su pequeña oficina en Seselle, su aldea natal de Bretoña. «O produto non existía e as máquinas tampouco, así que fomos facéndoas, volvín á mecánica, que deixara de lado polo trauma», explica.

«Valeume o que sabía de mecánica e valeume o traballo de pintor, porque se non tivera feito as dúas cousas non obtería este resultado», dice José, como si todas las piezas de un puzzle fuesen encajando. Aunque todavía le quedaban escollos por superar. Tenía que registrar su patente, pero no sabía cómo hacerlo. «Busquei nas páxinas amarelas onde estaba a oficina de patentes e atopei a de Madrid». Y a Madrid se fue, «para saber o que había que facer». Su periplo madrileño daría para un libro, ya que incluye un recurso desde Barcelona, un robo en el metro, la ayuda de un juez... «A vida é un cúmulo de circunstancias e hai que estar agradecido do que che pasa», resume José, que logró patentar su idea plantándole cara a todos los inconvenientes.

De la minihabitación en la que hacían los pedidos por un ventanuco pasó a una casa que había enfrente y luego al polígono de A Pastoriza, donde sigue hoy. Tiene seis empleados, que trabajan a turnos de mañana, tarde y noche, de lunes a viernes al mediodía, «porque as máquinas para facer o plástico non se poden apagar».

«Aquí facémolo todo, repartimos por toda España e un 10% da produción vai ao estranxeiro». Su materia prima es el polietileno -se lo compra en bolitas que son como granos de arroz a multinacionales petroquímicas-, y con él fabrican siete formatos de rollo, de los 0,34 a los cuatro metros de ancho, con largos de 22 y 25 metros. El coste se cifra a partir de un euro por rollo, y la producción se sitúa en torno a los 1,6 millones de rollos anuales, que se comercializan bajo una veintena de marcas diferentes, pero con un fin único, cubrir cualquier superficie y protegerla de las manchas al pintar.

«Conseguir que o plástico rompese coma o papel, pero que ao mesmo tempo fose resistente deu moito traballo, foi case traumático», dice quien se pasó horas, días, semanas, meses y años trabajando en su taller para diseñar y fabricar cada una de las máquinas de su empresa. Y lo hizo «porque había ilusión, e a ilusión move montañas». Primero ideó una sola para todos los tamaños de producción, pero luego creó una por medida, para facilitar la labor. «Funciona coma unha máquina de facer os chourizos, pero con calor, ten que estar a 200 grados, ata que estenden as láminas, que pasan por outra máquina para facer os rolos», resume.

«As persoas que temos éxito realmente temos unha carencia de algo, é un éxito entre comiñas, porque cobre un baleiro, unha necesidade», reflexiona José, que tras años de obsesionarse con el trabajo, a sus 54 primaveras ha aprendido, con la ayuda de un terapeuta de Valencia, a relajarse «e a desfrutar da vida tal e como vén, a deixar que as cousas sucedan».

Quizás por eso no le cuesta ser generoso con sus amigos. Le ha cedido al CD Lugo un bajo en la céntrica Rúa da Raíña para que abriera su tienda de merchandising y también les ha prestado otro a unos jóvenes emprendedores en A Coruña para que pudieran iniciar su negocio «sen cargas». «Creo que o que un ten é porque llo regalou a vida e hai que devolvelo». Poco más se puede decir.

Comentarios