Un problema llamado Kaká

es lo que tiene no atajar las enfermedades a su tiempo, que al final se enquistan y se convierten en una profunda herida que le pueden costar la vida al enfermo. Hombre, quizá es exagerado referirse en estos términos al conflicto interminable de Kaká y el Real Madrid, pero que después de cinco temporadas y tres entrenadores siga sin encontrarse una solución habla bien claro de la forma de proceder de Florentino Pérez en ciertas materias. No se puede decir que no esté avisado: José Mourinho, de palabra, y Carlo Ancelotti, con hechos, han dejado claro que el apagado brasileño no tiene sitio en el Madrid.

Hay que retroceder en el tiempo para comprender la situación. En el verano de 2006, Ramón Calderón gana de aquella manera las elecciones a la presidencia del Real Madrid. Entre sus promesas figuran los fichajes de Fabio Capello como entrenador y de tres potenciales Balones de Oro, Cesc, Robben y Kaká. Calderón solo pudo cumplir la mitad de sus promesas. Ni Kaká ni Cesc vistieron la casaca blanca con él como presidente.

Desde fuera, Florentino Pérez tomaba buena nota de las chapuzas de su exdirectivo. Por eso, regresado a la presidencia por aclamación popular en 2009, casi como Napoleón de vuelta de Elba, lo primero que hizo fue fichar a Kaká. Pagó un alto precio: más de 60 millones de euros al Milán y diez más por temporada para un jugador que ya había dado síntomas de que su mejor tiempo había pasado.

Llegaron luego las lesiones y el ostracismo, pero Kaká seguía sin moverse del Madrid, más que nada porque ningún club era capaz de pagarle la minuta que aún percibe. No tiene el conflicto fácil solución: el Madrid no sabe qué hacer con un jugador que no entra en los planes de ninguno de sus entrenadores y el futbolista no está dispuesto a rebajar sus emolumentos. Ahora Kaká dice que se quiere ir. ¿Estará dispuesto a aceptar un sueldo mucho menor a cambio de jugar con regularidad? Quedan pocos días para que se cierre el mercado, pero todo apunta a que el problema seguirá pudriéndose en las oficinas del Bernabéu. Nada nuevo, por cierto.

Piqué tiene razón: hay que tomar cartas en el asunto

Al parecer, opinar de la labor de los árbitros ha dejado de ser patrimonio de equipos pequeños y todo un coloso como el Barcelona ha puesto en marcha la desagradable tarea de actualizarse en este campo. Sorprenden las declaraciones, tras la vuelta de la Supercopa, contra Fernández Borbalán de los jugadores del Barcelona, un equipo que históricamente se ha distinguido por su respeto absoluto por la labor de los colegiados. Ya se sabe, hablar de los árbitros es cosa de equipos pequeños.

O lo era hasta la madrugada del pasado miércoles, cuando los jugadores culés entraron en harina con Piqué y Mascherano a la cabeza. Se empeñó el Atlético en competir por la Supercopa (habrase visto tal descaro) e incurrió en un recurso en el que el propio Barcelona es consumado maestro, la falta táctica en el centro del campo, tan legítima como el juego de toque, toque, toque, toque, toque, toque, toque...

A lo mejor, lo que pasa es que el Barcelona está demasiado acostumbrado a enfrentarse a Levantes de la vida. Por eso, cuando un equipo con orgullo compite en buena lid y utiliza armas en las que, por ejemplo, Busquets, Alves o Mascherano son capitanes generales, los azulgranas se quejan.

Piqué, que quizá debió ver otra tarjeta distinta a la amarilla en una entrada escalofriante a Filipe Luis, tiene razón: hay que tomar cartas en el asunto. Ya sabe quien le corresponde, aquel que habita en Las Rozas, lo que debe hacer. Que nada impida que estos muchachos suelten alegremente, para regocijo general, el caudal de fútbol que llevan dentro.

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