Lóstregos por fruÍme

HAY un lenguaje nuevo en el discurso de Felipe VI. Hay múltiples mensajes políticos que marcan líneas para el momento, sin necesidad de sobrepasar el papel que constitucionalmente le corresponde a una monarquía parlamentaria, que no es un programa de gobierno. Además de la posición que le marca la Constitución al Rey, añade, y parece que es una novedad, «escuchar, comprender, advertir, aconsejar». No es meterse en política de partido, pero sí es asumir por el Rey un compromiso de papel mediador cuando se da por cerrada la transición a la democracia y se abre una etapa que demanda reformas y cambios. A algunos no les ha gustado ese lenguaje y ese papel de la Corona, como puede deducirse de la pobre opinión del expresidente Aznar sobre el acto y el discurso. Tampoco es nuevo este desprecio aznariano, propio de una derecha antimonárquica. El discurso ofrece una monarquía renovada, atenta a las exigencias sociales del momento, que se compromete con la regeneración de la propia institución y de la vida pública, que habla de obligaciones éticas para la propia corona. Una regeneración que como demanda crece en la opinión pública con los males de la crisis económica, con los escándalos político-económicos y como efecto expansivo del aviso que representaron los resultados de las elecciones del 25 de mayo. La situación justifica el cambio en la jefatura del Estado: respuestas nuevas para un tiempo nuevo. En esa «España plural en la que caben todos» hay una concepción en positivo de la pluralidad cultural y lingüística: «respeto y protección». Es algo novedoso. No es un mero reconocimiento como se venía expresando por el discurso dominante políticamente correcto, que no reconoce de hecho una pluralidad en el ser español. El monopolio de las tendencias políticas centrípetas y centrífugas debería tomar nota por la amenaza que representa de empeorarlo todo.

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