Un paleto en Suecia

AL IKEA NO se va en chándal. Eso queda para el Carrefú, que ya hay confianza y es como si fuéramos a la feria de Castro. Pero para el Ikea se viste uno de persona, porque no es sólo un viaje a La Coruña con L, es casi un viaje al extranjero. A Suecia, concretamente.
Y es que el Ikea está pensado por suecos, y se nota. De hecho, ahí reside su gran éxito, que es sueco. Si va un español con la idea ésta de que sean los clientes los que trabajen para la tienda y además paguen por ello, no quiero ni pensar la que nos montan por el mundo adelante: que si ya están estos vagos con sus cosas y sus siestas; que si vaya informalidad; que si así les va, que tienen la productividad hecha unos zorros... Pero como es una idea sueca, pues hala, todos a currar para los suecos y tan contentos.
Un consejo: no vayan al Ikea los sábados ni con niños. Un sábado cualquiera hay más lucenses en el pasillo de colgadores para baño que en la Praza do Campo. El almacén
de Arteixo es la antítesis del concepto ‘casa Ikea’ que nos venden, tan simple de líneas, tan
luminosa, tan espaciosa... Allí miles de personas se atropellan por los angostos pasillos, como
almas en pena por abigarrados laberintos de mercancía. Volver atrás, cambiar de piso, localizar el ascensor correcto o encontrar una salida sin compra es una odisea.
El otro día me dijeron que una chica de Ferrol desapareció misteriosamente en la tienda y que
ahora vive oculta en la sección de alfombras, pero para mí que es una leyenda urbana.
De todas formas, podría ser, porque allí puedes hasta comer.
No se habían visto en este país semejantes colas desde las cartillas de racionamiento, todos dispuestos a descubrir los sabores de esa potencia gastronómica que es Suecia: pasta orgánica con salsa orgánica vegetariana, codillo y las simpar albóndigas suecas. Ya se
imaginan el festín, una hemorragia de placer, una experiencia culinaria que te sitúa al borde de la epilepsia. Por supuesto, la comida te la sirves tú, pero al menos te la dan hecha y no un trozo de carne picada y un hornillo para que te la cocines. Y eso ya es de agraceder
estando donde estamos. Digo yo que hasta el concepto de self service, por muy buen precio
que ofrezca, debería tener sus límites, porque el día que a éstos se les ocurra hacer rebajas ponen a los clientes a descargar los camiones.
Tengo que reconocer, eso sí, que está lleno de buenas ideas. Será que lo que se ahorran al convertir a los clientes en empleados lo utilizan en pagar a los que piensan. Como la zona infantil del comedor, con esos corralitos de juego circulares rodeados de un mostrador
con taburetes para que los padres puedan comer mientras ven cómo juegan los pequeños. El día que les instalen una alambrada electrificada serán el no va más.
Otra buena idea: el catálogo del Ikea, un mundo de luz y esperanzas que te impele a renegar de tu salón y a desear una casa llena de habitaciones irregulares y rincones muertos en los que poder aplicar todas las soluciones estupendas que se te muestran. Poco puedes sospechar que su utilidad es más o menos la de un programa electoral, un compendio de promesas rotas.
Uno se engaña y pasa horas revisando el catálogo con su pareja y señalando las páginas en las que aparecen esa lámpara, ese perchero, esa caja archivadora que tú ni siquiera sabías que necesitabas y sin la que ya no puedes pasar sin tener la sensación de que tu vida se desmorona. Pero cuando llegas al Ikea, de nada te sirve, porque una vez en el vientre del monstruo todo es exceso y duda, y terminas en otra enorme cola frente a una caja mientras te preguntas qué coño ha pasado para que hayas comprado una escobilla de baño ergonómica y dos cojines naranjas en lugar del estor japonés que habías venido a buscar.
Total, que te haces 125 kilómetros de ida y otros tantos de vuelta, pasas horas agobiado entre carritos cargados de tablones a la altura de las espinillas y pagas una pasta por una comida que no te gusta y otro tanto en chorradas que no necesitas y que seguramente nunca vas a colocar porque te da pereza montarlas.
Ya en el párking, ves a otros pobres clientes intentando meter una estantería de dos metros en el maletero de un Corsa, o a un conocido de Viveiro que ha venido en furgoneta y se va con una planta de interior y dos bombillas de bajo consumo, y ya te sientes menos imbécil. Ya se sabe, mal de muchos, consuelo de suecos.

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