Un país a la deriva

LOS JUECES coruñeses han aplicado al Prestige la sentencia sobre la doctrina Parot del Tribunal de Estrasburgo, autorizando la salida a nuestros mares y nuestras playas de una horda de terroristas y violadores medioambientales, Una prueba más de que nuestra Justicia se ahoga bajo una gruesa capa de chapapote y nuestros políticos navegan con bandera de conveniencia en un sistema en quiebra estructural certificado por una clasificadora pirata.

«No debe ser verdad», escribe en sus fundamentos de derecho la Audiencia de A Coruña, «que hasta las cosas ciertas puedan probarse». Si no hubiera tal indignación, esta excusa no pedida resultaría hasta enternecedora por su candidez. Con semejante principio, sobra el resto de la sentencia. Hubiera sido más honesto acabar ahí.

El fallo, probablemente, podría haber sido otro, aunque no sé si sustancialmente más justo que este. Lo que trataban de explicar los jueces con este cínico ejercicio de desfachatez es lo mismo en esencia que nos dijo Estrasburgo con lo de la Parot: una cosa es la justicia y otra, la ley.

Los pistoleros etarras, los violadores múltiples, los asesinos de niños no quedan libres porque no sean culpables o porque el tribunal europeo sea intrínsecamente malvado, sino porque los legisladores españoles no supieron hacer su trabajo cuando pudieron y trataron de cubrir su irresponsabilidad con una barbaridad jurídica que atenta contra los mínimos imprescindibles de cualquier Estado de Derecho.

Y, si vuelve a pasar, sucederá lo mismo, porque después de una veintena de reformas del Código Penal seguimos teniendo el mayor índice de población reclusa de Europa pese a que disfrutamos de uno de los menores índices de criminalidad. Es decir, tenemos las cárceles llenas de personas para las que probablemente habría otras soluciones mientras que nuestras leyes no nos permiten mantener entre rejas a animales que no deberían volver a pisar la calle en su vida. Se avecina otra reforma más, que lejos de arreglar alguno de estos problemas, agravará ambos.

Tres cuartos de lo mismo demuestra el sinsentido del Prestige. Diez años de instrucción confusa en un pequeño juzgado de pueblo y, por tanto, ocupado sucesivamente por jueces sin demasiada experiencia y siempre de paso que han de enfrentarse a un sumario descomunal, con responsabilidades múltiples y en base a unas leyes penales por delitos medioambientales que en aquel momento eran prácticamente inservibles para el problema que enfrentaban. Para completar un problema que probablemente nunca se debería haber enfrentado por la vía penal en lo sustancial, sino por la civil, aparecen personadas una multitud de partes que en su mayoría no hicieron sino añadir confusión y ruido. El resultado, que diez años después solo se sienten en el banquillo de los acusados un capitán desorientado, un jefe de máquinas superado por las circunstancias y el último y más débil eslabón de la cadena de mando política que ayudó a transformar un desastre en una tragedia.

En estas condiciones, no sé hasta dónde hubiera podido llegar la sentencia, pero mucho me temo que a cualquier punto entre aquí y la nada. Lo que debería cabrearnos de verdad es que todavía no se hayan sentado ni en este ni en ningún otro banquillo del país el armador sinvergüenza del buque, la firma que certificó que su estado era apto para navegar, las aseguradoras que lo avalaron y todos y cada uno de aquellos políticos que refunfuñaron para interrumpir sus jornadas de caza y que, después, mangonearon a técnicos y expertos para diseñar una solución que, por mucho que los jueces coruñeses no quieran ver, fue la peor de las posibles.

Diez años después, lo único que probablemente no podría volver a repetirse es aquella marea humana de solidaridad que desembarcó en las playas gallegas procedente de toda España para luchar solo con sus manos contra la mancha negra. Total, para qué.

Diez años después, la sentencia del Prestige y la puesta en libertad de criminales demuestra que nuestro entramado institucional es solo un petrolero con graves daños estructurales que pasea su carga venenosa por un mar encabritado, con capitanes mercenarios al mando, suicidas inconscientes en la sala de máquinas e incompetentes en el gabinete de salvamento. Carne de chapapote.

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