Un Gordini sin carretera

"No cuesta imaginar los inviernos violentos, el viento helado, la niebla, las noches largas, la lluvia y los caminos enfangados"

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HACE UNOS meses organizamos a mi padre una fiesta por su setenta cumpleaños y me tocó grabarle uno de esos vídeos que dejan a los invitados sorbiendo lágrimas. Rebuscando munición sentimental, hice a mis tías desempolvar álbumes viejos y aparecieron fotografías de mi padre en pantalón corto, de sus años en el seminario o a lomos de un camello en Canarias. Sin embargo, esta imagen con americana y corbata, caminando en medio del monte, se quedó enredada en mi memoria por una razón que he tardado en entender.

Podría reconstruir la biografía de mi madre sin espacios en blanco, pero mi padre, reservado y poco amigo de recordar, nunca ha sido un libro abierto. A veces tengo la impresión de que el relato de su vida se parece a un rompecabezas que he ido componiendo a lo largo de los años, atento a cualquier hilo que pudiese asomar en una conversación para tirar de él y descubrir que le enviaron interno a Sevilla o que hizo la mili como policía militar. No se trata de que no le conozca. Con solo mirarlo intuyo cómo se siente y puedo anticipar si algo le divertirá o le sacará de quicio. Tampoco creo que oculte misterios o guarde secretos, hablo de los asuntos corrientes, de esas historias que me permitirían visualizar cómo podían haber transcurrido sus días de escuela, quiénes eran los amigos con los que pasaba el verano o si hubo alguna novia antes de mi madre.

Cuando pensaba qué quería mostrar en el vídeo, estaba seguro de que debía grabar en Parafita, la aldea donde nació y de la que se marchó siendo niño. Mi abuelo compró una casa en Manzaneda cuando mi padre tenía ocho años y se mudaron.

Al parecer, me había llevado a Parafita una vez de pequeño, pero no conservaba recuerdos y mis hermanos nunca habían estado. Por la manera como mi familia hablaba de ese lugar, daba por hecho que sería una de esas aldeas fantasma del interior de Galicia. Sin embargo, tenía claro que el sitio donde uno pasa los ocho primeros años de la vida rara vez es un lugar más.

Llegué un sábado soleado de octubre, acompañado de mis tías Chelo y Elvira y mi prima Ana. La carretera que asciende desde el pueblo de Manzaneda, la misma que lleva a la estación de esquí, ofrece vistas espectaculares. Con el cielo despejado, al norte se ven los montes orondos de O Courel; al oeste, el encañonamiento del Sil en la Ribeira Sacra y a nuestra espalda, la poderosa silueta de Peña Trevinca. Poco a poco, la carretera se estrecha y el paisaje de montaña se impone; silencio, aire fresco, prados de brezo, y algún rebaño de cabras guardadas por mastines perezosos. Conduciendo, venían a mi cabeza historias que mi padre me había contado, imágenes fantaseadas de mi abuelo a caballo, bajando a las ferias de Trives por caminos nevados.

Al llegar encontramos un cruceiro y una pequeña capilla, detrás una docena de casas de piedra con tejados de pizarra, un coche con salpicaduras de barro, el sonido de algún cencerro y dos viejas en uno de esos bancos de la Diputación, calentándose al sol de las cuatro. Hace setenta años, cuando mi padre nació, no había luz ni agua corriente. Tampoco médico o escuela, ni siquiera un bar donde hacerse compañía. Solo montaña. Cualquier cosa que ocurriese, la gente sabía que estaba sola.

Con los colores del otoño, el rojo y los dorados de los cancereixos, esa tarde el pueblo lucía hermoso. Sin embargo, no cuesta imaginar los inviernos violentos, el viento helado, la niebla, las noches largas, la lluvia y los caminos enfangados. Una vez, mi padre me contó que, de pequeño, oía aullar lobos desde la cama. Entonces creí que exageraba. También me confesó que fue un niño miedoso, atemorizado por cuentos de viejas, y me habló de la Tomasa, una vecina de la que todos escapaban porque solo con mirar a alguien podía hacer que muriesen sus cerdos.

Nada más bajarnos del coche, Chelo me llevó a la casa familiar, una enorme vivienda de piedra con varias naves y construcciones anexas. Siempre me habían contado que la de mi abuelo era una de las casas grandes de Parafita, que mi familia tenía fincas, ganado, que nunca les faltó de nada, aunque a quienes hemos nacido en pisos con calefacción y televisión nos resulte difícil entender que aquí no faltase de nada. Con mi tía, recorrimos la cuadra, la bodega, el horno donde se cocía el pan, los restos de un telar. Todo lo que se necesitaba se hacía en casa. Hoy solo sigue habitada la parte principal, con un balcón y unas escaleras con más de un siglo de historia. Detrás de la casa, un camino de tierra, el mismo por el que sube mi padre en la fotografía.

Mi padre pudo estudiar y, cuando regresaba a Manzaneda en verano, sabía que no le esperaban tardes de bañarse en el río y ver pasar las nubes. Mi abuelo le reservaba las tareas más duras. Fue su manera de enseñarle que el campo no le daría mejor futuro que los libros. Antes de entrar en el ministerio, consiguió su primer trabajo en Celeiros, un pueblo tan cerca de Parafita que le permitía dormir en la vieja casa. Su jefe se llamaba Flamíneo, el alcalde de ese ayuntamiento, un hombre curtido por la sierra, del que se contaba que, tras haberse repuesto de una tuberculosis, le obsesionaba tanto fortalecerse que cada día cruzaba a nado el embalse de Chandrexa de Queixa, sin importar que tronase o cayese una nevada. Cuando mi padre reunió un poco de dinero se compró un Gordini. Imagino cuánto le habría gustado presumir volviendo a casa en el coche soñado por cualquier soltero, sin embargo, la montaña enseña a ser humilde y la carretera no llegaba a Parafita. Debía aparcarlo en un recodo y subir por un sendero hasta el pueblo, cuidándose de no estropear sus zapatitos de oficina.

Esta fotografía del veinteañero con americana y corbata, regresando a la aldea con su Gordini recién estrenado, me parece la imagen de tantos padres de esa generación, de una generación que se mudó a la ciudad, que encadenó trabajos mejores, que pudo comprarse un piso, enviar a sus hijos a academias de inglés y pagarles la universidad, que nació en aldeas sin luz, un mundo del que sentimos que nos separan siglos, aunque no estemos tan lejos. En esa imagen veo a padres que supieron mancharse los zapatos para que nosotros creciésemos entre algodones y quizá se me haya quedado grabada porque hace que me pregunte qué fotografía dejaremos nosotros.

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