Un besugo en la alcayata

Retrato. (Foto: Museo del Prado)
photo_camera Retrato. (Foto: Museo del Prado)

DE VERDAD QUE lo siento, pero no puedo evitar que me caigan bien tipos como Luis Bárcenas. Son personajes tan extremos que no admiten medias tintas: o lo odias, como Cospedal, que lo puso en su punto de mira según pisó la moqueta de Génova 13 y acaba de querellarse contra él; o lo amas, como Rajoy, que lo elevó al Olimpo de la tesorería popular y lo sigue protegiendo hasta el punto de que ni lo nombra por no tener que hacerle reproche.

De él se podrán decir muchas cosas, pero de un tío al que sus allegados y compinches identifican como Luis el Cabrón lo último que puede extrañarte es que te la meta doblada. Otra cosa no, pero avisados sí que iban.

Como estamos comprobando últimamente, España está plagada de sinvergüenzas empeñados en hacerse pasar por bellísimas personas y que además pretenden que los creamos. Por eso se agradece la impostura de Bárcenas, a quien le importa un bledo lo que pensemos los demás. Y a mí me parece bien. Si alguien que tiene al Gobierno y al PP tiritando de miedo y al resto del país temblando de ira, lo menos que puede hacer al regresar de un viaje de lujo para esquiar en Canadá es una peineta para el respetable. Desinhibida, retransmitida por televisión para que no quede lugar a dudas.

Puestos a pagar peinetas, prefiero la franqueza de la de don Luis, todo verdad y desdén, que las que adornan la doble moral de Cospedal en sus procesiones y sus visitas a Roma, por poner un ejemplo. Prefiero la contundencia impúdica de una denuncia en comisaría contra el partido por haberle reventado la puerta del despacho que el ridículo balbuceo sobre despidos simulados e indemnizaciones diferidas. Prefiero la sonrisa canalla y cínica de quien se sabe con todos los ases en la mano que el estrepitoso silencio de un presidente vergonzante.

Además, una persona que ha conseguido acumular 38 millones de euros comprando y vendiendo bodegones no puede ser tan ladina. La naturaleza muerta siempre ha sido un género muy minusvalorado en la pintura, pero históricamente muy del agrado de los tesoreros y muy rentable para los pintores, que desde muy pronto adquirieron el feo vicio de comer a diario y supieron explotar las cualidades alimenticias de este tipo de pintura.

En España, desde siempre, para ser experto en bodegones hay que ser o historiador del arte sin más salida laboral o extesorero del PP. El sobreseído Naseiro, a quien todos creíamos ya una naturaleza muerta hasta que ha pasado lo que ha pasado, sacó un pastón vendiendo parte de su colección de bodegones al BBVA, que los entregó al Museo del Prado en dación como pago de impuestos. Entre ellos figuran cuatro con los que trapicheó Bárcenas, pero ninguno tan extraordinariamente metafórico y profético como el titulado ‘Besugo’.

El museo se empeña en presentarlo al público como bodegón, pero cualquiera con dos dedos de frente puede ver que se trata de un retrato, pleno de modernidad y sentido. Su ojo muerto encierra la mirada perdida de aquel Rajoy que compareció enmarcado en un televisor, sin cuerpo presente, para negar lo innegable. Si pudiera hablar, seguro que arrastraría las eses, que ahora sabemos que se debe al roce de la cuerda de la que cuelga y no a un problema de dicción.

Podría ser, también, el retrato de España entera, un país que posa como un modelo inanimado, que mira con su ojo asombrado la colección de trampantojos y miserias que se nos muestra, con la boca dispuesta al grito y el estertor encasquillado por la indignación.

Con todo, le iba mejor al país cuando el extesorero se dedicaba a comerciar con arte y no a crearlo. Porque el trazo de sus últimas pinceladas, en forma de nombres y números sobre papel, amenaza con convertir Génova 13, la Moncloa y el país en una colección de bodegones.

Sí, después de todo parece que es Bárcenas el único de quien fiarse en toda esta exposición. Luis el Cabrón posa como un cabrón. Los demás solo somos besugos colgando de una alcayata, naturalezas muertas.

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