Tratamiento de la calvicie

 ME GUSTAN LAS NOVELAS MENORES escritas por grandes autores que echaron a perder su vida por una alcantarilla. Eran personas ambiciosas y repudiaban la gloria, supongo. Si alguna vez les salía una obra maestra que despertaba el entusiasmo de unos pocos, al poco se resarcían con un texto insignificante, para silenciar el ruido. Para ellos la pesadilla era mejor que el despertar. No eran felices haciendo bien las cosas. Necesitaban también hacerlas mal. En eso consistía desperdiciar la vida. Esas novelas, ligeramente accesorias, casi frívolas, son las que me entusiasman. Puedes leerlas sin que ningún elogio o murmullo interfiera, como si el autor las hubiese escrito solo para ti, para cuando te sientas a media tarde en una terraza, lejanamente borracho, y quieres olvidar que el día ha ido demasiado bien. Hay libros así, pensados para llenar un minuto concreto. John Cheever escribió en una ocasión un relato «para leer en la cama una noche de lluvia en una casa vieja cerca de un camino sinuoso y desierto, tal vez con vistas a las montañas y a poca distancia de un arroyo donde se pueda pescar y nadar».

Hace algún tiempo, unos amigos me hablaron maravillas de ‘La vida dura’, de Flann O’Brien. «¿Es buena?», pregunté con reparos. «Ni fu ni fa», me tranquilizaron mientras me iban guiando, como si llevase los ojos vendados, por estrechos túneles al encuentro de no sabía qué. Por eso era buena, precisamente, porque el autor irlandés había escrito ya algunos libros asombrosos, y con ‘La vida dura’ quiso enmendar parte de los pecados anteriores. En la introducción, de hecho, ya te advierten que estás ante una novela imperfecta, muy inferior a ‘En Nadar-Dos-Pájaros’ o ‘El tercer policía’, pero eso «no quita que sea la obra de un genio y debe ser leída como tal». Exacto. Si muestras paciencia y respeto por los desiertos de la novela, acabas descubriendo un par de oasis reparadores, en los que se te cura la insipidez de la arena. A veces un ‘instante’ es todo lo que hay que pedir a un libro. Cuando transcurren los años, y te haces decrépito, el olvido recuerda. Tal vez no puedas decir gran cosa de las obras maestras que has leído, salvo que las leíste y eran obras maestras, pero en cambio puedes rescatar aquellos ‘instantes’ como si en todos los años transcurridos no hubiese dejando nunca de chuparlos, como a caramelos. Acaso los ‘instantes’ no resumen el libro, pero ‘son’ el libro, pues nunca perecen. Qué importa que no recuerdes de qué va el libro, ni quién es el protagonista, ni cómo acaba. Bahh. No pocas veces los libros van de algo muy distinto de lo que se presuponía. Qué importa de qué trate una novela. Cuando nos persigue durante años, no necesita que trate de algo.

Yo no puedo hablar de La vida dura sin referirme a ese ‘instante’ en el que Manus, un tipo de ideas excéntricas, decide abrir la Academia Universitaria Londres e impartir asignaturas como Boxeo, Idiomas Extranjeros, Botánica, Cría de Aves de Corral, Periodismo, Arqueología, Natación, Declamación, Dietética, Tratamiento de la Hipertensión, Jiu-Jitsu, Ciencias Políticas, Hipnotismo, Astronomía, Carpintería, Acrobacia y Equilibrismo sobre Alambre, Música, Cuidado de los Dientes, Egiptología, Adelgazamiento, Psiquiatría, Búsqueda de Petróleo, Construcción de Líneas Férreas, Cura del Cáncer, Tratamiento de la Calvicie, Bridge y Otros Juegos de Naipes, Administración de Lavanderías, Ajedrez, Huerto de Legumbres, Cría de Ovejas, Elaboración Casera de Salchichas o Clásicos de la Antigüedad. Este es el ‘instante’. Humildemente, creo que podré recitar estas asignaturas dentro de 40 años.

A veces no es el brillo lo que deslumbra, sino la oscuridad. Nick Hornby relata en ‘Fiebre en las gradas’ de qué manera anodina se forjó su pasión por el Arsenal. Tenía once años y no le interesaba el fútbol para nada. Pero no sabe por qué, un día acompañó a su padre al estadio de Highbury, para ver un Arsenal-Stoke City. Fue un partido flojísimo. El único gol llegó después de que Gordon Banks le atajase un penalti a Terry Neill y este aprovechase el rechace para adelantar al equipo local. En un desesperado intento de que sucediese lo inevitable y el niño se hiciese fan de un equipo que no dejaba de cosechar fracasos espectaculares, su padre lo llevó a ver a los Tottenham Spurs una tarde en que Jimmy Greaves le calzó cuatro roscos al Sunderland. Su equipo ganó por 5-1. «Pero el daño estaba hecho, y aquellos seis goles, por no hablar de los excepcionales jugadores que vi en aquel partido, me dejaron frío. Yo estaba enamorado del equipo que había ganado al Stoke por 1-0 gracias al rechace de un penalti».

Comentarios