Todas se llaman Jimmy

Ultraviolencia. AEP
photo_camera Ultraviolencia. AEP

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Si escribo que se llamaba Jimmy, seguro que prácticamente todo el mundo sabe que me refiero al miembro de los Riazor Blues que murió en el Manzanares en una pela con otros ultras. Jimmy, a quien en este par de semanas hemos aprendido a reconocer por su nombre de pila, como a un colega cercano, era el tercer muerto relacionado con la violencia ultra ligada al fútbol desde 1998. Cifras preocupantes.

Si escribo que se llamaban Ana, o Mari Luz, nadie sabe quiénes son. Yo tampoco las recordaba, he tenido que buscar sus nombres en internet. Son dos de la decena de víctimas mortales que la violencia machista ha dejado en España en las dos últimas semanas, dos de ellas niñas. Solo este año, más de cincuenta; más de mil desde 1998. Cifras de genocidio.

En apenas dos semanas, ya tenemos leyes en capilla y nuevas normas contra la violencia ligada al fútbol, sospechosos detenidos, gradas cerradas, grupos ultras disueltos, violentos dados de baja como socios, comisiones de investigación y hasta destituciones. Se ha extremado la vigilancia policial incrementando los recursos económicos y materiales disponibles, y hemos leído un abanico de análisis sociológicos en los que hemos aprendido que no es un fenómeno ligado al fútbol, sino un problema social en el que se mezclan las ideologías extremas y la violencia como forma de expresión y pertenencia al grupo, con el deporte como pretexto.

Y a mí me parece bien, faltaría más, pobre Jimmy, que ha ido a morir como vivió. Todos los recursos pocos. Solo que me llama la atención. Por comparación, digo. Por ser un poco ultra, si los números de muertes generados por este tipo de violencia se aproximasen a los de la violencia contra la mujer, y nuestra reacción fuera la misma, en un par de años más ya no tendríamos de qué preocuparnos: se habrían exterminado entre ellos.

Pero no, aquí hemos estado rápidos. Sin frenos, incluso, porque ya hemos llegado al ridículo de tratar de impone hasta los cánticos y reproches que 50.000 personas pueden entonar en un estadio. Poner puertas al campo, se llama.

También la lucha contra la violencia machista tiene sus hitos del ridículo, solo que bien diferentes, de los de reir por no llorar. Ridículo es que en estos momentos el juzgado que debe proteger a las víctimas en Lugo no tenga ni bolígrafos, o que sus funcionarios anden recortando cartulinas porque no haya ni carpetas para los nuevos procedimientos. Como para pensar en pulseras electrónicas de control. Ridículo es que las unidades policiales especializadas, cuando las hay, tengan orden de limitar sus valoraciones de riesgo alto o extremo, porque implican una mayor atención y disponibilidad de medios. Ridículo es que los equipos sociales de apoyo estén desbordados y tarden meses o incluso años en poder realizar un informe de valoración, o que una mujer que acaba de relatar el infierno en el que vive tenga que volver a su casa con su maltratador porque no hay pisos de acogida para ella y sus hijos.

Ridículo es el que acaban de vivir varios cientos de jueces, fiscales y agentes de la ley especializados, convocados por el Observatorio contra la Violencia Doméstica y de Género a unas jornadas formativas en Madrid: alojados con fondos públicos en hoteles de cinco estrellas, entre ellos el Miguel Ángel, escucharon como una decena de políticos y altos cargos lloraban la escasez de medios y reclamaban más con fuertes golpes de pecho.

El escenario era un Senado cerrado ese día para ellos y tomado por las decenas de policías, escoltas y chóferes que protegían el desfile de coches oficiales, pero al menos contaron con la posibilidad única de aprender sobre el asunto con las ponencias de auténticos expertos, como Nativel Preciado o Ana Rosa Quintana. Las conclusiones fueron, lógicamente, que faltan recursos para acabar con esta lacra.

No hay que engañarse, el problema, y también la solución, es mucho más profundo. Igual que en el caso de los ultras, no se arregla solo con medidas paliativas, sino que es preciso todo un cambio de mentalidad, que debe iniciarse, como todo, desde el primer nivel, el de la educación. Es un proceso lento que implica remover muchas estructuras, pero mientras se produce no sería mucho pedir que actuásemos como si todas ellas se llamasen Jimmy. Porque con sus cadáveres podríamos secar el Manzanares.

(*) Artículo publicado en la edición impresa de El Progreso el domingo 14 de diciembre de 2014


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