NUNCA DESCONFÍO tanto de un ruido como cuando es pequeño, y solo puedes escucharlo tú. Es seguro que te desquiciará. En cierto sentido, funciona como las obsesiones. Cuando te das cuenta, te ha vuelto loco. Robert Stone relata en ‘Dog soldiers’ que una noche los soldados del vietcong entraron en la choza de un misionero en la región del Ngoc Linh y se lo llevaron. Lo ataron en uno de sus refugios, le vendaron los ojos y le sujetaron la cabeza a una jaula con una rata encerrada. «Cuando a la rata le entró el hambre, empezó a roer abriéndose paso hasta el cerebro del misionero». El religioso no oía sino un vago ruido, pero lo vago, si te distraes, deviene atroz. Yo hace una semana me hospedé en el monasterio de Oseira para escribir, durante tres días. Iba buscando esa clase de silencio que, si lo observas detenidamente, te hiela por dentro. Me habían contado que los monjes trapenses apenas hablan entre ellos, y que en la abadía existen tan pocas distracciones, que te apuntas voluntario a laudes y vísperas.
Parecía el escenario idóneo para dar el último ‘toque’ a mi libro. El toque, en ocasiones, es cambiar solo una coma de sitio. Se trata de una maniobra sencilla, incluso ridícula, salvo porque algunas comas pesan, en el sentido que a veces pesa un cigarro entre las manos. Nunca hay que tomarse un signo a la ligera, como si solo fuese un lugar en el que hacer una pausa. He visto comas tan mal puestas, a menudo por mí, que me gusta oír el clic cuando al fin una encaja. Existen frases en las que una coma suena como la tocata y fuga en re menor BWV 565 de Johann Sebastian Bach. Recuerdo que una vez abrí un libro de Aznar, y de pronto, en mitad de una oración pánfila, me encontré un punto y coma impecable, perfecto. Sentí que no había que leer nada más, y dejé el libro. Cuando viene a cuento, le recomiendo a los amigos que busquen ese punto y coma. Se lee rápido.
Apenas me encerré en la habitación, noté la presencia de un silencio áspero, soez e implacable, como si me hubiesen arrojado al polo norte, a cientos de kilómetros del siguiente hombre. Supongo que era la mezcla de soledad suprema y frío antiguo. Me pareció que la temperatura que había allí dentro era todavía la original del siglo XII, cuando llegaron los primeros monjes al lugar y dijeron: «Aquí». Pero te acostumbras. Es hermoso que el silencio te penetre los huesos. Después de unas horas moviendo comas de un lado a otro, como si fuesen piedras, te vas a la cama. Entonces, aquel silencio trasparente que casi te dejaba ver las estrellas a través del techo, se resquebraja como una galleta. Oyes un ruido pequeño, lejano, que casi se confunde con las crepitaciones del frío. Es un muelle. Parece una tontería, porque solo es un ruidito. Pero hostias. Cada vez que te mueves, el somier chirría. Te hace pensar en esas personas que hablan en voz baja, pero no se callan nunca. Max Aub cuenta en ‘Crímenes ejemplares’ cómo una noche una pareja de esas, charlatanas, acabó en casa de un amigo. No había tenido más remedio que invitarlos a cenar. Y ellos venga a tomar copas de coñac. Y a hablar. Eran las dos de la mañana y no tenían trazas de marcharse. Hablaban por los codos, por las coyunturas. «Yo no podía apartar mi pensamiento del reloj, porque mirarlo no podía, ya que ante todo está la buena educación». La grosería no rezaba con él. «Mi mamá, que se quedó viuda joven, me ha inculcado los mejores principios». No es que tuviera mucho sueño, pero pensaba en el que tendría al día siguiente. Si no dormía ocho horas era un hombre perdido. Y los invitados venga a hablar. Que si el presidente. Que si la ópera. Que si el casimir inglés. Ginger Rogers, Lana Turner, Dolores del Río. Y él que odiaba el cine. Entonces, cuando no pudo más, mató a los invitados. Prefirió eso a ser grosero.
Es inevitable desvelarse ante una cama que renquea, así que te levantas y retomas el ‘toque’ del libro. Cuando te das cuenta, es hora de ir a misa. Los monjes te esperan para laudes. Te olvidas del muelle. Rezas porque a la noche no rechine. Es todo lo que le pides a la vida. El gregoriano te calma lentamente. Hay una restitución del silencio, incluso de la soledad. Las misas ya siempre son así, tú y unos pocos. A veces ni eso. Xosé Luis Fortes me contó que hace años, paseando por Outeiro de Laxe (Allariz), llegó a una vieja capilla. Empujó la puerta, casi por inercia. Al fondo advirtió la figura de un hombre con casulla morada. Misaba en soledad. Fortes se extrañó vagamente, pero de pronto se sobrecogió. Acababa de descubrir que en la iglesia había cinco perros sentados, siguiendo la prédica, como si entendiesen. Supongo que todos estamos un poco solos.