Soy alérgico

Soy alérgico. Pero no un polialérgico que vive entre una etapa de estornudos causados por el polvo hasta otra de moqueras. Mi defecto de fábrica tiene que ver con la intolerancia a las gramíneas, que es lo que más se aproxima a la definición popular de ‘alergia a la primavera’, paso previo al diagnóstico oficial con pinchazos y colorines en el brazo. Y ser alérgico a las gramíneas por estas latitudes es lo más parecido a no tener escapatoria posible. No hay puertas, ni ventanas, ni reclusión social que eviten el mal microscópico que no nos mata pero nos deja como zombis.

Con estos antecedentes, comprendan mi malestar anímico estos días y un estado casi permanente de odio hacia el disfrute humano que crece con cada paso que doy por la calle.

Las terrazas llenas, los bañistas en las playas… la felicidad generalizada.

El gran problema del alérgico -y que nos convierte en aguafiestas precisamente cuando la fiesta está en su mejor momento- es que se alimenta de la tristeza de sus semejantes. Cuanto más disfruta usted de ‘primaveras sorpresa’ y ‘buen tiempo anticipado’, peor
preparado estoy yo para el ataque; y cuanto más maldiga usted al hombre del tiempo, mejor voy a dormir esa noche. Lo mío es supervivencia y lo suyo vil asueto, así que concédame unos días de cascarrabias hasta que todo este horror se pase y volvamos a la normalidad.

Una de mis películas favoritas del año pasado es una de las más incomprendidas por casi toda la población sana del planeta. El incidente, de Michael N. Shyamalan es una película de terror en la que el polen es el protagonista del relato; el que extiende el caos y amenaza con el Apocalipsis. La capacidad de aniquilación de las gramíneas es exclusivamente humana; no destruye edificios, no hace revivir a los muertos mediante contagio, no afecta a los animales y es invisible a los ojos de su víctima.

En la película, el hombre sano por fin se hace consciente del poder mortífero del polen. En la vida real no aprendió nada, y vio la trama de Shyamalan como una estupidez sin tensión ni horror creíble.

Sólo los alérgicos nos estremecíamos en las butacas con los movimientos del viento. La advertencia está ahí, pero nadie la quiere ver porque afecta a ese ocio que se le califica alegremente como sano.

Por otra parte, y si nos fiamos de nuestra condición evolutiva, no sería descartable un proceso a la inversa. Que el propio cuerpo aprendiese de mis tendencias previas y me obligase -con mensajes inequívocos- a huir del aire fresco encerrándome en casa.

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