Aproximaciones al universo Welles

William Shakespeare como antídoto

El 8 de mayo de 1966 ‘Campanadas a medianoche’ se estrenaba en el Festival de Cannes. El proyecto filmado en España por Orson Welles a partir de varias obras de Shakespeare le valió el premio especial del jurado y nos deja una obra maestra que, como pocas, contiene el universo del escritor desde la mirada apasionada de quien junto a él tomaba aire ante la presión hollywoodiense
Orson Welles
photo_camera Orson Welles

POCAS FIGURAS son más abrumadoras desde el punto de vista de la creación cinematográfica, así como de lo que supone la importancia de una obra dentro de ese contexto fílmico, como la presencia de Orson Welles. Su precoz descaro irrumpió en Hollywood como un tornado cambiando, ya para siempre, la manera de mirar a través de la cámara, de plantear el tiempo dentro de una narrativa que saltaba por los aires desde que se proyectó por primera vez Cidadano Kane (1941).

Ese mundo de estrellas y alfombras rojas no fue del todo agradecido con Orson Welles, cada vez más cansado y aburrido del universo de Hollywood, Orson Welles comenzó a desplazarse a Europa, donde, además de ser más reconocido creativamente, su relación con la vida se hacía más intensa y encontraba un respiradero para llevar adelante sus proyectos, cada vez más personales, cada vez más arriesgados e imposibles de llevarse a cabo bajo el férreo control de los estudios hollywoodienses o las líneas rojas de la censura.

"Para mí, Europa, más que una elección, representa una necesidad", afirma el director, quien, tras realizar en 1946 La dama de Shanghai, comprendió de manera definitiva que su libertad creativa, su inagotable manera de ver y entender el cine, no podía limitarse al asfixiante sistema de producción de los estudios. Al igual que Rita Hayworth en una famosa secuencia de esa película, el director, y su pareja en aquel momento, se veía atrapado ante una serie de espejos que deformaban su propia personalidad, que le angustiaban, desde los presupuestos hasta los plazos de ejecución, pasando por el montaje o los diálogos, cercenados en muchos de sus trabajos anteriores. Orson Welles cruzó el Atlántico en busca de unas bocanadas de aire que en Estados Unidos venían insufladas por los textos de William Shakespeare, quizás del mejor descriptor de la naturaleza humana, algo que siempre obsesionó al director quien, desde sus primeros pasos en el teatro, tuvo al dramaturgo como referencia. Tras La dama de Shanghai, y como sucederá en sus momentos de zozobra, Orson Welles se adentra en el universo de Shakespeare para fundirse con él, para medirse con el más grande, y entablar una lucha de egos; él que también se tenía por un director especial y que era plena y orgullosamente consciente de su papel en la historia del cine.

Todavía en Estados Unidos, pero dentro de una productora singular, especializada en productos de serie B, como la Republic Pictures, realiza la primera película de su gran tríptico shakesperiano, Macbeth (1948). Modestos decorados y una narración versificada le reconcilian con la profesión al recuperar la pureza virginal de los inicios, comenzando, al mismo tiempo, a separarse del texto original, vinculándolo con su propia identidad. Ese proceso continuará en su segundo Shakespeare, Otelo, (1952) ya producido y realizado en Europa y con sucesivas inyecciones económicas a cargo del propio director, al protagonizar papeles como actor en películas como El tercer hombre (1949) y otras muchas de dudosa calidad pero que le servían para tener ingresos que invertir en sus proyectos. Cada vez más los universos del escritor y del director van confluyendo en un solo ser, ideológica y estéticamente, Welles depura a Shakespeare y esos problemas económicos para realizar sus películas se convierten en una virtud que aumenta la carga estética del film y abunda en el desarrollo de elementos tan esenciales para Welles como el guion o el trabajo actoral.

Pero sin duda alguna la cima de ese maridaje tiene lugar años después de esas dos producciones, tras de nuevo 'huir' de ese Hollywood al que había regresado para filmar una obra maestra, Sed de mal (1958), vuelve a Europa y, tras El proceso (1962), en 1965 rueda en España Campanadas a medianoche, adaptando varias obras de Shakespeare: Ricardo II, Enrique IV, Enrique V y Las alegres comadres de Windsor, condensadas en la inmensa figura — no solo física, también interpretativa— del personaje de Falstaff, por el que también se conoce a la película.

Cincuenta años después, revisar esta película, de la que se ha comercializado una nueva edición con motivo de ese aniversario, supone contemplar un estallido de creatividad, imaginación e ingenio. Interpretaciones brutales, como las del propio Orson Welles, pero también las de John Gielgud o Keith Baxter. Junto a ellas planificaciones absolutamente sorprendentes en una película cimentada plano a plano, obligados muchos de ellos por unos recursos escasos a ser muy cerrados, realizando encuadres que impedían ver contaminaciones, pero que, en cambio, te colocan ante las intrigas del ser humano centradas en los rostros y la interpretación, necesariamente en blanco y negro, y que, al fin y al cabo, era lo realmente importante en una historia que cuenta la relación del heredero al trono de Inglaterra con su padre y un borrachín tabernero y vividor. Esa dualidad del hombre ante la responsabilidad, el destino y el poder, frente a la vida disoluta, la diversión o la amistad, es lo que mueve a cada uno de los personajes dentro de la historia definiendo sus posiciones ante la vida.

El propio Orson Welles realizó el diseño de vestuario, se aprovecharon ropajes empleados cinco años antes en la producción de El Cid; también dibujó las escenografías: filmaba las escenas de cada uno de los actores separadas del resto del equipo para ahorrar costes de estancia y horas de rodaje que luego los suplía con extras; filmaba en iglesias en ruinas y en un garaje, en vez de en estudios. "Sólo construimos un escenario... La cabeza de un jabalí en un garaje", afirma el director, y así se podría continuar destacando contratiempos que Orson Welles aprovechó para extraer más creatividad a su talento, y así resulta increíble ver algunas secuencias que se cuentan entre las mejores del director, como la de ese Falstaff con una cacerola en la cabeza imitando al rey, o la batalla que se recrea justo en la mitad de la película, rodada en la Casa de Campo y que es toda una lección de narrativa y ritmo, planos deslumbrantes que te colocan ante un genio sin igual.

Orson Welles no volvió a dirigir en Hollywood; sus dos siguientes películas, Una historia inmortal (1968) y Fraude (1973) fueron las últimas de un hombre que vivió la vida como si fuese un personaje de Shakespeare, quizás el único antídoto contra el perverso Hollywood.

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