Serenidad

HACE AÑOS cuando escuchaba que como virtud muy principal se le atribuía a alguien la serenidad, he de decir que no valoraba tanto como hoy esa alabanza.

De algún modo me parecía que la serenidad implicaba menos acción, y por tanto, que el personaje sereno era el que arriesgaba poco.

Hoy pienso que la serenidad es la gran virtud que nos lleva a aquilatar bien la realidad y a adoptar la más conveniente actitud frente a ella.

Sereno nos dice nuestro diccionario es quien es capaz de gozar de un estar «apacible, sosegado, sin turbación física o moral». Sin más podríamos concluir que es quien puede decidir sin que nada o casi nada le condicione, sin premuras innecesarias, en su momento por tanto. Ni antes ni después. En esa línea puede inscribirse el consejo de Horacio «aequam memento rebus in arduis servare mentem» (acuérdate de conservar la mente serena en los momentos difíciles)

Y la realidad nos ofrece un panorama en la que la serenidad brilla por su ausencia. No hay que equivocarse, la serenidad no es indiferencia, no es una reacción indolente, ni siquiera es algo próximo a la actitud conocida con la expresión francesa «laissez faire et laissez passer, le monde va de lui même» (dejen hacer y dejen pasar, que el mundo va solo) que fue bandera del liberalismo económico, pero que ha sido invocada como savia en muchas situaciones. No, la serenidad es, así la entiendo yo, decidir sosegadamente, en el momento más propicio que se vea posible, sin precipitación, con información, sin pasión, sin temor injustificado, sin condicionamientos impropios, recabando buenos consejos cuando sea menester, con libre criterio. Y es claro que eso no es fácil. Solo una personalidad bien formada en todos los órdenes y con fortaleza de carácter está en condiciones de actuar serenamente. Porque, claro, no basta desear la serenidad. Tener serenidad es algo que se consigue culminando un ejercicio de control de las muchas pasiones que atenazan al ser humano. Hay que domeñar tantas cosas para gozar de un estado de serenidad, que conseguirlo es un logro que refleja excelsitud en quien lo consigue. Cosa que lógicamente no suele tener lugar en la juventud.

Una pequeña reflexión acerca de lo que hoy sucede. Si hay un espacio en el que la serenidad no es solo una virtud conveniente es el de la vida pública. En realidad, para conducirse con acierto en ella, es necesario en casi todas las ocasiones actuar con serenidad. Y siendo así, sorprende que a estas alturas de la historia de la humanidad, se observen tan pocas personas serenas en el panorama de lo público. Por poner un ejemplo de estos días, los acontecimientos protagonizados esta misma semana en la vecina República Italiana por Silvio Berlusconi, son reveladores de actitudes no ya poco serenas, sino excitadas y apasionadas. Y lo peor es que no actúan así solo y excepcionalmente algunos protagonistas de la vida política. El comportamiento de demasiados de ellos es ajeno a lo que la serenidad demanda. Y así nos va.

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