¡Salúdame siempre!

A POCO que un político se exponga a la vida pública ya se produce la metamorfosis. Empieza por ese aspecto de tensión indecisa: es agotador ser reconocido en todas partes, pero es muy triste no serlo. Hay en su cara ese velo de estar siendo examinado cada vez que entra en un sitio, la obligación de tener que estar atento para saludar, no vaya a ser que se le escape alguien y acabe ofendiendo a lo tonto a la hora del café. Lo sé porque conozco la mirada, me cansé de verla en el decano de mi facultad que, agobiado por su incapacidad de recordar las caras de sus alumnos en una clase a la que nunca asistía, saludaba como Rompetechos, hasta a las columnas, y ofrecía prácticas a todo el que se le cruzaba, incluido el hermano de un compañero, que estudiaba, y con buenas notas, para ser dentista.

Si nadie se fija en él, nuestro hombre se encoge un poco. Los hay que abandonan la actitud vigilante sin demasiados aspavientos y los hay que parecen estar meditando la posibilidad de zarandear a unos cuantos presentes agarrándolos por los hombros y preguntándoles con voz entrecortada cómo puede ser, gentes de dios, que no se hayan percatado de su presencia. Los dos casos pueden ser, incluso, el del mismo político con tiempo por el medio.

A veces creo que, para no pasar angustias a posteriori, les gustaría despedirse con esa fórmula que los paisanos despistados o con dificultades para recordar caras utilizan: el clásico ¡Salúdame siempre!

Pronto llega la perfomance de las visitas, esa representación al llegar a los sitios que tiene la espeluznante capacidad de sacarme más de quicio cuanto más lo veo. Ese despliegue de coches, todos relucientes, cuyas puertas se abren sincronizadamente y de dónde bajan abrochándose la chaqueta del traje con actitud entre integrante del FMI y de los Men in Black. Cuando los políticos vienen hacia nosotros, pobres reporterillos, en grupo y dando zancadas, siento ganas de girarme y salir corriendo, tirar la libreta en una papelera y refugiarme en un bar a beber carajillos. El miedo me paraliza finalmente, o la necesidad de cobrar a fin de mes, quién sabe, y aguardo paciente y sin bebidas espirituosas que me den ánimo alguno, su llegada. Hace poco vi una serie protagonizada por una primer ministro danesa que cada mañana llegaba a su despacho en bicicleta y verla encadenar el vehículo y troncharme de risa era todo uno. Cada vez.

Y finalmente, en la última y definitiva etapa de formación del político está el lenguaje. Esa forma de hablar que, hay que decirlo, nadie entiende. La torpe búsqueda de un discurso ora rimbombante, ora pretendidamente campechano e informal. Así, con esas aspiraciones, no hay quien acierte. A veces en algunas entrevistas a políticos, en algunas intervenciones, siento tal desazón que se convierte en tristeza vital. Me quitan la energía.

Los hay que se lanzan con entregada pasión a hablar como los políticos cuando cumplen cinco minutos en el cargo. Nada hace más al personaje que su forma de hablar, piensan y ahí que se van, a darlo todo en las frases rebuscadas. Los hay en esta provincia (y en todas), pero en la que nos ocupa vive y pule a cada paso su discurso aquel que gustaba de llamar al salón de plenos, perfectamente rectangular como casi todos, hemiciclo, después de oír que en Madrid los diputados se referían así al congreso. Fue el mismo que, agotado de patear Fitur visitando expositores de medio mundo, preguntó a sus acompañantes si no iba siendo hora de hacer un bypass y tomar una caña.

Como en todos los grupos sociales existen modas y en todo el tiempo que llevo escuchando declaraciones de políticos por motivos profesionales ya he visto pasar unas cuantas. Como la de aprovechar sinergias (palabra que parecía chiflar a cuanto representante de la ciudadanía había hace menos de un año) o, más recientemente, la de que el dinero de la Administración no se puede despilfarrar. Creo que se trata de un descubrimiento sensacional que parece revelar que antes estaba bien encenderse los puros con billetes de quinientos euros pero que ahora, mejor no.

Ante la mayoría de los relatos pronunciados por los políticos, los del resto de la gente, al menos de aquella que no copia ese afán de hacer declaraciones infladas, suenan a gloria. Frases simples que encierran verdades pequeñas, muchas construidas con mimo.

Si hasta los hay verdaderamente educados en el insulto, delicados en la crítica, por feroz que esta sea. Como aquel vecino que, harto de un ex alcalde mariñano que llevaba toda la vida en el cargo ejerciendo con férrea dedicación el caciquismo, escribió en un muro de la calle principal del pueblo: «Don Jesús, ladrón».

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