Rafa Nadal y el espíritu del fénix

Abruman los números de Rafa Nadal, perenne campeón de Roland Garros y quizá la mayor leyenda de la historia del tenis, aunque aún le falten tres Grand Slam más para igualar a otro mito, Roger Federer. Mil veces se ha dado por finiquitada la carrera de Nadal, que de no haber mediado las lesiones habría sido aún más prodigiosa. Y mil veces, cual ave fénix, se ha levantado el número uno mundial para decirle al mundo, con la corrección que le caracteriza, que no hay otro tenista como él.

Diez años han pasado ya desde el ingreso en la élite de un imberbe Rafa Nadal. Pocos intuían que aquel joven jugador, clave en la conquista de la Copa Davis para España en 2004 ante Estados Unidos en Sevilla, iba a ser lo que es hoy. No hay más que observar los gestos de Novak Djokovic durante la final del pasado domingo, y después, para comprender la dimensión de Nadal, el número uno de una generación de tenistas sencillamente irrepetible. El gran Djokovic, que no ha podido engordar más su palmarés entre otras cosas por culpa de Nadal, ya se conforma solo con ganar algún día el ‘grande’ de París. «Volveré el año que viene», dijo el serbio con un gesto que, sobre todo, dejaba ver su desesperación. Su obsesión con Roland Garros empieza a parecerse a la que tuvo en su día Ivan Lendl con Wimbledon. Ganador de todos los torneos posibles, número uno del mundo durante semanas y semanas, Lendl cerró su carrera sin levantar una sola vez el trofeo de campeón en Londres. Cuentan que aún se lamenta.

Una frustración similar deben sentir Djokovic, Murray (arrasado en semifinales por el huracán Nadal), el mismísimo Roger Federer o David Ferrer, a la sombra durante una década del gigante de Manacor.

Al menos les queda el consuelo de caer ante un jugador colosal, quizá el mejor de la historia, y que no solo es grande dentro de la pista, sino fuera. El Nadal ejemplar de los partidos es el mismo con los aficionados. Jamás elude firmar un autógrafo, siempre tiene al menos un minuto para atender a cada uno de sus fans. Siempre, y ya van diez años, pierde una hora o más tras cada partido en Roland Garros para atender a cuantos medios se lo solicitan, a cuantos aficionados le reclaman una mínima atención. Y eso es, seguramente, mucho más difícil que ganar partido tras partido o que convencer al difícil público francés, que después de tanto tiempo comienza a reconocer la grandeza de un jugador irrepetible.

Brasil o cuando el fútbol y el Mundial no lo son todo

Entre las proezas de Nadal y los desastres de Ferrari se abre paso con fuerza el Mundial de fútbol, la manifestación deportiva que congrega a un mayor número de espectadores en todo el mundo, por encima incluso de los Juegos Olímpicos. Llega de nuevo el Mundial, el primero en el que España defiende el título, en un país, Brasil, donde el fútbol es religión.

Aunque no tanto. Brasil es un país con enormes desigualdades y numerosos problemas por resolver tras décadas de gobiernos corruptos. Numerosos sectores de la sociedad brasileña se cuestionan los gastos que está acarreando la organización del Mundial, y de los Juegos de Río 2016, en un país con enormes bolsas de pobreza, injustificables en la sexta economía mundial. Dice el Gobierno de Dilma Roussef que el esfuerzo y la inversión en estos dos grandes eventos tendrán su recompensa. No debe andar muy sobrada de crédito la presidenta brasileña, a la que cada día le montan manifestaciones y revueltas para que empiece a resolver las grandes lacras de su país. Aunque si el fútbol sirve para que las desigualdades se empiecen a corregir, o los gobernantes a reconocer su existencia, para algo útil habrá valido un Mundial que parece que ahora nadie quiere en Brasil.

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