'El gran bazar del ferrocarril'

Quieto en movimiento

Hay gente a la que le interesa el antes, cómo una cosa se precipita, el temblor que anuncia que algo va a pasar; a otros, el durante, el asombro, la mezcla de intuir y dudar. Hay un tercer grupo al que les gusta el después, regresar cuando el polvo se ha posado y, ahora ya sí, se puede saber. Paul Theroux hizo con 34 años un viaje en tren a Asia y lo volvió a hacer con 62, pasando de un grupo a otro

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LA SUYA fue una apuesta rarísima, el plan de un loco. Tenía 34 años, vivía en Londres con su mujer y sus dos hijos, no tenía trabajo, andaba justo de dinero. Decidió ir a Asia en tren, dedicarle medio año y escribir sobre el viaje. Creía que podría ganar dinero con ese libro. Por supuesto, solo él pensaba semejante cosa. Cerró la puerta de su casa, dejando dentro a una mujer indignada, sola semana tras semana al cuidado de dos niños pequeños. Más que irse de viaje, huía.

Theroux es de esos que piensa que algo raro le pasa. A él y a todos los que escriben. Alguien que pasea de la mano de su pareja con ensimismamiento complaciente no se pone a escribir. Si no se está incómodo, si no se siente una soledad machacona, no se ve la necesidad de sentarse horas y días a teclear. Ese fueguito interno solo se tiene si se es un poco disfuncional.

Tampoco uno se larga medio año a viajar si está feliz en su casa, saboreando rutinas y apuntalándolas para las tormentas de la vida, cuando tanto consuelo se encuentra en el café de las cuatro, la ducha y el pijama, la sopa de invierno. Y menos para viajar como lo hace él, por tierra y lentísimo, parándose en sitios que no tienen turistas porque nadie quiere ir a ellos, quedándose donde no es bien recibido, encontrando interés en los lugares que las guías instan a ignorar.

Paul Theroux es el primer escritor de viajes de su especie y puede que también el último. La publicación en 1975 de El gran bazar del ferrocarril desbrozó el camino para otros, cientos, que imitaron su fórmula en libros, reportajes y blogs: el del viajero al que acompañas, de cuya vida algo sabes, que se cuenta sin desnudarse, franco y enigmático a la vez, quien sabe cómo es eso posible. Es un diario de viaje redactado como una novela, al que le palpita por debajo una estructura de ficción y que utiliza sus recursos. Por supuesto, la fórmula acabó degenerando y se narraron muchos viajes en los que los lugares eran solo el escenario que el autor había elegido para desentrañarse a sí mismo, contando su crisis, su catarsis y su renacer. Todos los viajes eran internos y los destinos, excusas para escribirlos. A Theroux nunca le ocurrió eso. Madura, cambia, pero los sitios, y sobre todo el recorrido y la gente con la que se cruza, llenan sus páginas. Igual ahora que antes, sigues queriendo ir donde va. Sus libros de viajes abren el apetito.

Tren fantasma tiene cosas que El gran bazar no tiene. No solo la mirada, menos ansiosa, del que no busca hacerse una vida porque ya la tiene hecha, sino el hecho de que Theroux es ahora un hombre famoso


Hay detalles que ayudan a hacerse a la idea del contundente éxito que fue El gan bazar, ese que solo él, en su odiosa seguridad en si mismo, pudo predecir. Al poco de subirse al tren conoce a Molesworth, un representante de actores con apariencia de militar que es uno de esos personajes puramente británicos, perfecto en su excentricidad. El lector se relame con su retrato. Molesworth se dirige a todos los desconocidos llamándoles George, comparte generosamente sus refinados vinos y licores, que parecen constituir todo su equipaje, pero cada vez que alguien le pide agua se excusa diciendo que la necesita para lavarse los dientes; crea nuevas expresiones que enseguida calan en el resto de pasajeros. Tras ver cómo un tal Duffill no logra subir al tren en la breve parada en una estación italiana, empieza a hablar del temor de ser ‘duffilleado’ cada vez que pone un pie en el andén. Theroux tiene un ojo clínico para las descripciones y una mirada seductora cuando escribe de quien le cae bien. Pero teme molestar a los descritos y cambia algunos nombres. El de Molesworth es uno de ellos. Theroux supo años después cuánto lamentaba aquel esa decisión, cómo le hubiera gustado que se usase su nombre auténtico y ser reconocido como una celebridad. Aunque el autor estaba convencido de que el libro iba a funcionar, dice mucho de qué ámbito de infuencia le auguraba el hecho de que cambiara el nombre a los ingleses pero no a los asiáticos. Así, cuando vuelve sobre sus pasos treinta años después se encuentra en Birmania con que al negocio del señor Bernard han acudido en peregrinaje cientos de turistas con su obra en la mano. Dos páginas habían cambiado el destino de ese pequeño hotel para siempre.

Theroux es, desde ese libro, el escritor de los viajes en tren. No le interesa la tecnología, la rapidez, la evolución de las líneas, el lujo. Le atrae lo que pasa dentro, a quien trae, a quien lleva y los trabajadores que no salen nunca de ellos. Puede zanjar en dos líneas una ciudad india, pero se detiene en la melancolía del viaje, la capacidad del tren de recordarte siempre que estás en marcha y de mostrarte hacia dónde. Frente a la crudeza del avión, que te trasplanta sin miramientos de un lugar a otro, el tren te anticipa, no te despega nunca del ahora y te lleva "quieto pero en movimiento".

Aunque puntualmente se anima con alguna categoría superior, Theroux desprecia el lujo. Le parece que no sirve para escribir, malcría, es un "enemigo de la observación". Los suyos son trenes cutres y sus compañeros de viaje, gente humilde. Tienen horas de viaje por delante y, en algún momento, deseos de charlar para pasar el tiempo. Los aviones, con su entrenimiento a bordo y sus exigencias de permanecer sentados, no favorecen tal cosa. La primera clase, que aisla, separa y mima a los suyos, que los vuelve complacientes, tampoco.

A sus 34 años Theroux llama la atención. Con 62, mucho menos. Repite el itinerario de su primer viaje en Tren fantasma a la Estrella de Oriente, que es más un reto personal, una forma de cerrar el círculo, que una nueva versión de El gran bazar. Aunque cuarentón, no es un libro que necesite ponerse al día. El mundo que contiene ya es otro pero él sigue siendo fresco.

En Tren fantasma, Theroux es más invisible, una virtud impagable para el escritor al que le gusta observar. Mantiene intactos sus preceptos viajeros: el avión se coge cuando no hay más remedio, busca los trenes modestos y la soledad, toca las narices bastante y hace delicadísimas amistades en otras ocasiones. Describe, por ejemplo, su entrada a pie en la frontera de Uzbekistán, apadrinado por un hombre con el que no comparte ningún idioma. Cuando Theroux paga los cinco dólares que cuesta un coche con conductor a su aldea, su breve compañero de viaje le abraza y se toca el corazón, "el más conmovedor de los gestos que se pueden ver en Asia". De pasajes así, de la incerteza que es viajar, de cómo le pone a uno en manos de desconocidos y le exige confiar, están llenos ambos libros.

Pero Tren fantasma tiene cosas que El gran bazar no tiene. No solo la mirada, menos ansiosa, del que no busca hacerse una vida porque ya la tiene hecha, sino el hecho de que Theroux es ahora un hombre famoso. Da una conferencia en Turkmenistán —cuando el delirante Niyazov, el dictator que le puso a los días de la semana el nombre de sus familiares, aún está vivo— y crea un conflicto diplomático, da otra en Estambul y le preguntan a quién le gustaría conocer, dice que a Pamuk y cena con él esa noche; en Tokyo conversa largo tiempo con su amigo Murakami.

Cuando, tras su primer libro sobre viajar en tren regresa a casa su vida iba a ser otra. Porque, efectivamente, no se equivocó y la obra que fue escribiendo vías adelante cuajó desde el principio y también porque su marcha abrió una crisis en su matrimonio que acabaría, tiempo después, en un divorcio y un cambio de país. Theroux, al que cuando siente tanta lástima de si mismo por la Nochebuena en el vagón de un tren ruso, cruzando parajes helados, le consuela pensar en su casa, contempla impotente cómo su mujer y un buen amigo no viven un apasionado romance, no, sino uno doméstico y cotidiano. Ese hombre ocupa su lugar en la mesa y su lado de la cama, sus hijos lo tratan como una figura presente en sus vidas. Se hace famoso y, como les pasa a tantos, todo se derrumba. Aunque no lo cuenta en El gran bazar, no ahorra detalles mil veces después.

Sin embargo, Tren fantasma hasta en eso consiente a los rendidos a Theroux. Les da la oportunidad de regresar con él contentos a casa. De acabar el viaje, "el más triste de cuantos placeres existen", para volver a donde se les espera y de seguir siendo después uno de "los fantasmas afortunados, que podemos viajar a donde queramos".

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