Quedan las películas

Veo las fotos de Mike Leigh en Cannes, donde ha estrenado su última película y viajo al pasado. En ese recorrido retrospectivo, voy perdiendo grosor de alfombra roja, qué digo incuso se pierde la alfombra, butacas mullidas tapizadas de cuero, smokings, joyas, vestidos vaporosos... hasta superficie de pantalla. Quedan las películas y gracias.

Hace unos cuantos años en Valladolid mi amiga María y yo nos entusiasmamos al comprobar que había programado un ciclo fuera de concurso dedicado al director inglés que nos permitiría ver gran parte de sus películas previas a ‘Secretos y mentiras’. Por situarnos quiero recordar que eran tiempos en los que no se veía cine por Internet. Algunos pensarán, «o sea, ayer»; otros, «o sea, el pleistoceno». Exacto, de esa misma época estoy hablando. También quiero que se tenga en cuenta que, pese a que unos a otros se acusan de explotar el glamour sin preocuparse de lo que importa que es el cine o de ser tan contenidos de no preocuparse de lo que importa que es promocionar el cine, se supone que los festivales son, más o menos, el refugio exquisito del cinéfilo. Como suena pedante, diré del aficionado. En fin, ahí el cine cuenta. El cine, en el cine.

Llegamos para la primera proyección a la sala elegida para encontrarnos la apabullante infraestructura elegida: una treintena de sillas plegables, tres o cuatro ya ocupadas, delante de un televisor casero con un vídeo VHS. Con la boca abierta de estupefacción nos sentamos bien centradas ante la pantallita. «Porque es Mike Leigh, que si no...», nos dijimos. Y volvimos varias veces a esa sala, que más que de cine era de estar, a ver películas con grano y un sonido tirando a malo. Por ti, Mike Leigh, nadie en Cannes te quiere como nosotras, ya te lo digo.

La Seminci fue una sorpresa desde la primera película extranjera, a la que en cuanto llegas ves colgando del reposabrazos unos auriculares y empiezas a barruntar que nada bueno te espera. No te equivocas, no. Para todas las películas sin subtítulos en español (al menos en aquellos lejanos años) eligen la peculiar fórmula de la interpretación simultánea: dentro de la sala hay un intérprete del idioma original de la obra en su cabina traduciendo automáticamente los diálogos, todos los diálogos. Como es un trabajo agotador, a mitad de película se cambia y entra otro intérprete, con lo que puede que la primera parte una voz femenina traduzca toda la cinta y, en la segunda, sea una voz masculina. Es una labor impecable la que hace esa gente, que quede claro, que no deja nada de los diálogos sin cubrir y que no hace aproximaciones: la traducción es profesional.

Sin embargo, resulta casi doloroso ver una película así. Los intérpretes van traduciendo el diálogo igual que lo harían en la ONU, que es como se supone que han de hacerlo: sin interpretar. Un personaje le confiesa a otro su amor con la misma entonación con la que le comunica que se va a comprar plátanos, que su madre se está muriendo, que ese vestido le queda bien, que su hermano le ha traicionado... Aunque parece ser que esa misma fórmula la utilizaban otros festivales cuando les costaba encontrar subtítulos para algunas películas nuevas, creo que anestesia sensaciones y te desdobla como espectador: el ojo te mete en la película y el oído te arrastra fuera. Por momentos, quisieras gritar: ¡cállate! Y siempre desearías entender, además de español e inglés, digamos, todos los idiomas del mundo. Italiano, por ejemplo, y que nadie te tenga que explicar al oído los sufrimientos de los pescadores de Visconti.

La primera vez que dejamos a los intérpretes contarnos las películas como quien repasa la lista de la compra veníamos muy mal acostumbradas. Habíamos pasado al menos una vez por el festival de San Sebastián, una semana en el paraíso de seis películas diarias: dos por la mañana, con el café aún en la garganta y cuatro después de comer, todas con la intervención nada ruidosa de los subtítulos. Siempre caía una del ciclo de Mitchell Leisen, al que, como tantos otros, descubrí por María. Eran las únicas que no tenían los subtítulos encajados, supongo que por antiguas, de forma que un traductor sentado en primera fila con su portátil los iba colocando en cada escena. Pocas, poquísimas veces, se le iba una frase y aparecía en pantalla demasiado tarde. Al final de la proyección aparecía su nombre y todos le aplaudíamos hasta que se levantaba y hacía, como si fuera el mismo Leisen muerto décadas atrás, una minúscula reverencia. Tras un segundo, se volvía a sentar tras el ordenador mientras salíamos y esperaba por los espectadores del siguiente pase.

Mira que hay formas de ver (y escuchar) películas. Lo mejor, la sala de cine con sonido y butacas envolventes, pero, si es absolutamente preciso, creo que queda claro que las veré como sea. También en la pantalla del móvil. Este ejercicio de nostalgia de aquí arriba da fe.

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