Que parezca un accidente

Ana Mato
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aquella mañana, Ana Mato terminó de supervisar cómo la criada vestía a sus hijos y marchó decidida hasta el Ayuntamiento de Pozuelo para aclarar un par de cosas con su marido, Jesús Sepúlveda. Estaba en su despacho de alcalde, reunido con un tal Correa y un tipo de bigotes estrafalarios que Ana recordaba que le habían presentado en el bodorrio Aznar-Agag de El Escorial. Con la dulzura prudente y empostada de cualquier Señora de como dios manda, se atrevió a preguntar: «Mira, Cari, no es por importunarte ni quiero meterme en tus cosas, pero... ¿el Jaguar del garaje y el viaje a Eurodisney los has pagado tú?». Sepúlveda se levantó, le aguantó la mirada y, con la amabilidad distante de un francotirador, le respondió: «Mira, Ana, es la última vez que te permito una pregunta así. Sí, los he pagado yo».

Ana no quedó muy convencida, pero no volvió a meterse en las cosas de su marido. Nunca más preguntó por las facturas millonarias de viajes, cumpleaños y comuniones que aparecían misteriosamente satisfechas en sus declaraciones de la Renta, pero sí que un tiempo después, cuando ella ya rozaba el puesto de consiglieri en la organización, recordó que al salir del despacho, por la puerta entreabierta, vio cómo Jesús Sepúlveda y el de los bigotes besaban con respeto reverencial la mano del tal Correa.

Aquellos besos que cerraron la primera parte de la trilogía de la indignidad que se está rodando en España son el punto de partida de las dos siguientes. Porque entre presuntos delincuentes, estafadores diferidos, mentirosos compulsivos, casinos ilegales, contabilidades en B, fiscales complacientes y ministros ejecutores, nuestra casta dirigente se empieza a parecer más a la cúpula de la Cosa Suya que a un gobierno decente.

En semejantes circunstancias, no es de extrañar que Mariano Rajoy haya decidido dirigir la Familia como Bernardo Provenzano, aquel capo di capi que marcó la vida y la muerte de miles de personas durante cuatro décadas desde un zulo de su casa de Corleone, comunicándose con sus sicarios a través de pizzinis, unos pequeños papelitos manuscritos que los emisarios transmitían en mano: «Vale, ministros, vamos a gobernar, pero que parezca un accidente».

Aquella discreta Señora de Sepúlveda del principio ha hecho un largo viaje personal desde Eurodisney hasta el puesto de responsable de la organización para las contratas de Sanidad. Curtida ya en el arte de la persuasión característico de la Familia, es posible que su próxima medida como ministra sea meter una cabeza cortada de Mickey Mouse en la cama de cada paciente al que se le ocurra acudir a un hospital público. «No es solo una ley», explicará en el Parlamento, «es una oferta que los ciudadanos no podrán rechazar».

En previsión de lo que pueda venir, el consiglieri Gallardón se ha puesto manos a la obra para imponer la omertá, el código de silencio que asegura la impunidad de la casta, con su idea de prohibir informar sobre los procesos judiciales molestos. Cuando los haya, que está por ver, porque algunos altos tribunales parecen estar plagados de asesinos a sueldo dispuestos a enterrar el cadáver encalado de la ley en cualquier desierto procesal. A este paso, lo mejor que nos puede pasar es que el próximo líder de la oposición se llame Eliot Ness.

A mí ya no se me ocurren muchas más situaciones escabrosas que puedan afectar a ministros, presidentes autonómicos, alcaldes y diputados de todo pelaje sin que pase nada. Es más, reconozco que ni en mis momentos de imaginación más malsanos se me hubieran ocurrido acusaciones como algunas de las que ahora pesan sobre nuestras cúpulas de poder. Si a Coppola le hubiera dado por incluir alguna de las tramas que estamos viviendo en una de sus pelis de mafiosos, la habríamos descalificado por exagerada.

Parece que todo seguirá igual hasta que un comando de millones de votantes consiga sacar a Mariano Provenzano de su zulo monclovita. Pero, mientras, esto tiene pinta de acabar como todas las películas de este género, en matanza. Y solo nos han dejado libre el papel de víctima.

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