Pocos jueces en prisión

Presunto. (Foto: Chema Moya)
photo_camera Presunto. (Foto: Chema Moya)

UN POLICÍA QUE no me quiere mal -quizás no debería señalar de manera tan explícita, porque es posible que no haya tantos- me contaba que hace tiempo acudió a un curso conjunto con agentes de otros países, entre ellos del FBI. Creo recordar que por aquel entonces andaba en danza el caso de Baltasar Garzón, por lo que salió a relucir en una conversación con un agente estadounidense el tema de los jueces. «¿Cuántos jueces habéis metido en la cárcel en España?», le preguntó el federal. El policía nacional se esforzó por recordar: «Pues creo que solo uno, un tal Estevill». «Pues en España tenéis un problema con la Justicia mucho más grave de lo que pensáis», sentenció el yanqui.

Yo no digo nada, pero si nos fijamos bien sí que llama la atención el bajísimo porcentaje de procesamientos en el estamento judicial en relación con su número, que tampoco es que sea una exageración. Hablamos de personas como las demás, porque ni su carrera ni sus oposiciones vacunan contra la soberbia, la avaricia, el odio o la ambición. De personas, además, que realizan la práctica totalidad de su trabajo en una zona muy cercana a la tentación, sometidas muchas veces a presiones económicas, políticas y sociales difíciles de soportar. De personas, como todas, con sus buenas y malas épocas, sus filias y fobias, sus problemas económicos o familiares, sus estreñimientos y diarreas.

Un juez en prisión. Seguro que algún otro habrá en más de treinta años de democracia, pero no los recordamos. A otro par de ellos los apartamos de la carrera: así, a bote pronto, a aquel Gómez de Liaño que osó importunar al ciudadano Kane del felipismo, Polanco, y a otro capaz de ser juez, acusación, abogado defensor y hasta acusado en el mismo proceso, el asfixiante Garzón.

Y poco más. Poco, desde luego, para presentar al análisis de un observador externo y desapasionado sin que la idea de impunidad se le venga a la cabeza. Tampoco conocemos los expedientes abiertos, porque el Consejo General del Poder Judicial, el órgano encargado de juzgar a los suyos, no facilita información. Sí que sabemos, sin embargo, que la mayoría de esos expedientes son anulados por una mera cuestión de plazos: la mayor parte de ellos tardan más de seis meses en concluirse, lo que excede la única norma de plazos de tramitación que se aplica a rajatabla en nuestros tribunales.

Tal vez es por eso, por la falta de costumbre, por lo que todavía no somos capaces de asumir con madurez un proceso contra un juez, por lo que solo sabemos movernos entre el contubernio y el esperpento. Ahora nos ha tocado con Elpidio Silva, santo súbito del pueblo por haber mandado a prisión, dos veces, a Miguel Blesa. Para mí, más que suficiente, aunque para eso nos vendría mejor un pelotón de linchamiento que un juez, todo es cuestión de hablarlo.

A lo mejor con el tiempo lo veremos vestido de superhéroe lanzando flácidos puñetazos a cualquier gobernador del Banco de España, o quizás se destape como el azote de la injusticia en un escaño europeo. No lo sé, ni sé si es culpable o víctima. Pero lo que tengo claro es que, por muy peculiar que sea, el problema de este individuo no es el de la Justicia española, sino otro más, ni siquiera de los más graves, de los miles que cada día descubren un sistema podrido, agotado, ineficaz e injusto.

No necesitamos estrellas ni superhéroes ni justicieros, sino la reforma en profundidad del sistema de Justicia que nos han prometido todos y cada uno de los ministros del ramo que hemos tenido en estos lustros, y que ninguno se ha atrevido finalmente a enfrentar. Supongo que porque cuando no puedes controlar el sistema, es mejor que no funcione.

Es precisa de forma urgente una inversión eficaz para la total informatización, más jueces y funcionarios y más medios de investigación y peritaje a su disposición, además de la reforma de varias leyes, entre ellas las procesales. Y, a partir de ahí, más exigencias de responsabilidades para quien no cumpla.

A veces, la frustración, la indignación y el cabreo pueden tentarnos hacia la falsa seguridad de un estado judicial, pero este no es más recomendable que uno policial y, desde luego, no tiene nada que ver con un estado de Derecho. Uno en el que un juez pueda renunciar a su abogado como estrategia de defensa como cualquier otro delincuente. Presunto, por supuesto.

(Publicado en la edición impresa el 27 de abril de 2014)

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